“Para Cuba que sufre, la primera palabra. De altar se ha de tomar a Cuba, para ofrendarle nuestra vida, y no de pedestal, para levantarnos sobre ella.”
Con esas palabras dio comienzo José Martí a su discurso la noche del 26 de noviembre de 1891 en el Liceo Cubano de Tampa, la pequeña localidad que por esa época crecía merced a la emigración cubana vinculada a la industria tabacalera. Había llegado la medianoche anterior bajo un fuerte aguacero, a pesar de lo cual encontró, para su sorpresa, que un numeroso público le esperaba y le acompañó con una banda de música hasta el Liceo Cubano, donde tuvo que improvisar unas palabras.
Tal acogida era consecuencia del impacto que había ido causando Martí con sus discursos conmemorativos del diez de Octubre en Nueva York en los que trasparentaba las amplias responsabilidades por cumplir por la república libre ante los sectores populares y los intereses de nuestra América.
Muchos de aquellos emigrados habían residido antes en Cayo Hueso y conocían las características de la sociedad estadounidense, así como el alcance de las luchas obreras de aquellos tiempos en aquel país. Entre ellos eran frecuentes los que tenían hondas inquietudes sociales y posturas críticas acerca del capitalismo.
La invitación a Tampa provino de un grupo de patriotas reunidos en el club Ignacio Agramonte, presidido por Néstor Leonelo Carbonell, un combatiente de la Guerra de los Diez Años, aunque en el curso de aquel 26 de noviembre Martí se reunió con representantes de los clubes locales, quienes discutieron y aprobaron un documento titulado “Resoluciones”, que planteaba la necesidad de la unidad entre los patriotas y que se considera un avance hacia las que el año siguiente serían las Bases constitutivas del Partido Revolucionario Cubano.
El discurso martiano de esa noche planteó tres temas básicos: la unidad, la necesidad de alcanzar la independencia y una república abierta a todos los cubanos. Su frase final fue: “Y pongamos alrededor de la estrella, en la bandera nueva, esta fórmula del amor triunfante: ‘Con todos y para el bien de todos’”. Y esa fórmula amorosa ha quedado como el título de aquella oración.
El 27 de noviembre Martí fue incorporado al club Liga Patriótica Cubana de Ibor City, barriada cubana de Tampa y fundó la Liga de Instrucción, institución similar a la existente en Nueva York, en la que Martí impartía clases a los tabaqueros cubanos. Y esa noche entregó su segunda pieza oratoria en el Liceo Cubano, en la velada de homenaje a los estudiantes de Medicina fusilados en igual fecha de 1871. Sus palabras, de carácter luctuoso, en duelo por los inocentes jóvenes, reconocieron que de la muerte necesaria surge la vida, y que de aquellos vilmente asesinados “se va tejiendo el alma de la patria.”. Recordó cómo supo de aquellos tristes sucesos en Madrid, donde estaba deportado y, sin decir sus nombres, aludió al “magnánimo español y “al heroico vindicador”, en referencia al capitán español Federico Capdevila, y a su amigo desde la infancia, Fermín Valdés-Domínguez, que sufrió trabajos forzados y deportación en esa misma causa judicial y que entregara en un libro todos los sucesos y las pruebas de la inocencia de los fusilados.
La presentación martiana culminó con una imagen acerca de cómo los pinos nuevos renacían entre las plantas mustias y exclamó: “¡Eso somos nosotros: pinos nuevos!” Convocaba así a los asistentes y a él mismo a la nueva pelea por Cuba libre.
El 28 de noviembre, luego de un nuevo encuentro en el Liceo Cubano donde la multitud ratificó con aplausos las Resoluciones redactadas antes con los clubes, Martí partió de Tampa, donde ya los emigrados rompían los viejos prejuicios contra la emigración de Nueva York. Restaba por conquistar el corazón de Cayo Hueso.
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