La frase se la escuché decir al historiador Manuel Moreno Fraginals, una tarde noche del año 1990 sentado en la sala de su casa, en el habanero barrio de La Ceiba. No era amigo de Moreno Fraginals, estaba de “empegó” por obra y gracia de haber estado, horas antes, en casa del escritor Tato Quiñones, quien sí era su amigo, junto al crítico y escritor Fernando Velázquez Medina, entre otros contertulios.
En casa de Tato se había discutido, yo en calidad de oyente y aprendiz, sobre ciertos procesos históricos que incluían, entre otros temas, el papel del hombre negro cubano en la sociedad, sus deficiencias y cómo se había venido reflejando su mundo en la cultura cubana en las últimas tres décadas. Por ese entonces la bonanza económica de los años anteriores comenzaba a desaparecer, lo que de alguna manera se reflejaba en ciertas zonas de la sociedad y ya algunas voces hablaban de la posibilidad de que valores, modos y conquistas culturales fueran víctimas de una vulgarización o se asumieran con una total despersonalización de “lo cubano en aras de una universalidad de baratijas”.
En aquella conversación se había desmenuzado el libro de Francis Fukuyama, convertido en la biblia de algunos –lo había leído gracias a Ariel Larramendi quien lo recibió de un amigo profesor de una universidad norteamericana— y como argumento de salida se confiaba en el del filósofo italiano Umberto Eco, Apocalípticos e integrados (yo leí el ejemplar de Fernando Velásquez que lo había recibido no recuerdo si por medio de su amiga Lourdes Pasalodos o del crítico y teórico Desiderio Navarro). Lo cierto es que las pasiones desatadas en la conversación terminaron concluyendo del peligro que “la epopeya de nuestra historia cultural fuera reducida a pedazos, si no se actuaba como sistema y se andaba codo a codo; pero lo más importante era evitar el culteranismo y la visión elitista de la cultura".
Moreno Fraginals esperaba a Tato –quien quería conversar y revisar su libro Ecorie Abakuá- y nos recibió a todos con una gran sonrisa y un fuerte apretón de manos. Para ese entonces ya había leído los tres tomos de su obra cumbre: El Ingenio: Complejo Económico Social Cubano del Azúcar, que me había sido prestada por el historiador Julio Le Riverend, cuyo hijo era mi amigo.
Moreno hizo una disección justa y equilibrada del texto de Tato. Se hacía acompañar de algunas notas en las que había acotado dudas, fechas y hasta nombres de ciertas personas a las que se refería la investigación de marras. Sus puntos de vista, aunque no estuvieran de acuerdo con algún planteamiento de Tato, eran respetuosos, incluso paternales, pero sin ser condescendientes. Como cierre, le entregó una carpeta con documentos y algunos manuscritos suyos para que ganara en solidez el texto.
Por más de una hora había vivido una experiencia fenomenal: una clase de historia de Cuba a profundidad y sin prejuicios; hasta que él me interrogó para saber quién era y qué hacía.
“Me interesa escribir e investigar sobre la música cubana, sobre todo sus hechos, personalidades y asuntos posteriores a la muerte del Benny”. Esa fue mi presentación.
Él abandonó su comodidad y nos dejó sentados en lo que era su oficina –habíamos pasado a conversar en otra habitación por comodidad– para regresar unos minutos después con un disco del Benny en sus manos. “…lo escucho en mis ratos libres o cuando necesito pensar profundamente sobre un tema… el Benny es mi cantante preferido… y es un eslabón fundamental de la cultura cubana… él unificó en su voz a negros y blancos, ricos y pobres… profesionales y obreros… él es Cuba…”. Fue su sentencia mientras escuchábamos el disco. Entonces la conversación dio un giro inesperado. La música pasó a ser el punto central.
Moreno Fraginals entendía, como pocos, el peso de la música en la definición de nuestra identidad y cultura. Cómo ella había sido la punta de lanza de todas nuestras epopeyas históricas, sociales y humanas. Siempre se necesitan héroes y voces que canten y/o cuenten la historia de nuestros tiempos, que se repita hasta el cansancio, que su poesía tenga el vuelo que tenga y nos anime cada día.
Hablaba de la música cubana con una pasión que nunca imaginé de uno de los hombres que había desmenuzado nuestra historia desde la importancia del azúcar y el dolor de la esclavitud. Solo le preocupaba que en el futuro perdiera sus esencias o que algunos fenómenos sociales y seudo culturales mellaran su tronco. Si eso llegara a pasar, se reflejaría en toda la cultura.
Por ese entonces no se hablaba de globalización, ni se soñaba con redes sociales o las autopistas de la información. Sin embargo, en sus palabras se notaba la preocupación sobre el futuro de algo tan preciado para él.
Cuando eso ocurra, sentenció, se habrá perdido la epopeya de nuestra cultura; la música es el primer anillo de su defensa. Preocúpese por ello, me aconsejó; mientras la conversación se adentraba en acontecimientos más allá de nuestras fronteras y su posible impacto en cada uno de nosotros y en el futuro.
Treinta años después recuerdo sus palabras y su definición de lo que debía ser la epopeya en nuestra cultura en general y en la música en particular. Sobre todo, cuando la generación de hombres y mujeres que en los últimos sesenta años la alimentaron, la fomentaron y crearon los nuevos mitos y paradigmas de lo que culturalmente debíamos y podíamos ser, ha comenzado a desaparecer. La globalización trata de borrar aquellos hechos y personas molestas o a quienes asumen la revisión de lo que somos desde un elitismo de café con leche trasnochado o ignoran los cimientos de nuestra nación.
Hay quienes pregonan un culteranismo que no poseen –hacer citas de moda o usar las palabras difíciles de entender al hombre común no validan la cultura—, cuestionan y se atreven a agujerear paredes del templo de nuestra cultura en nombre de intereses vulgares; otros se aferran a principios que no resisten el más simple análisis pero que han logrado voz y espacio.
A todos ellos temo. Debe ser que para mí la epopeya de nuestra cultura comienza en ese espacio diminuto que se llama hogar, en el que contradicciones y pugnas de contrarios –sin olvidar el amor que se profesan terminadas las mismas— conviven y que después trasciende al resto de los espacios que habitamos, y que cada cual interpreta a su manera.
Me preocupa la epopeya; los héroes o ídolos que dejaré a quienes me hereden. Siento que no soy el único con esta preocupación. En mi caso muy particular por ser hombre negro, con toda la dignidad, orgullo y potencial de vergüenza que ello inspira.
Debe ser que aquellos de quienes aprendí el valor y el honor de la cultura cubana gravitan en mis sueños cada noche desde hace algún tiempo. Debe ser que debo encender una vela y honrarles.
En nombre de ellos intentaré contar mi epopeya, que en el mar de nuestra cultura siempre comienza escuchando a Benny Moré y, por qué no, releyendo El Ingenio…
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