Expresionismo: un grito continental y el dibujo caribeño en la Colección Arte de Nuestra América Haydee Santamaría


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El Grito (1975).
Fernando Ureña Rib (República Dominicana).
Dibujo a tinta sobre papel, 45.5 x 60.5 cm.

Toda la complejidad de una época y un continente, y dentro de este el Caribe, se dibujaron desde la década de los sesenta del pasado siglo con el lirismo de sus artistas. A las puertas de una temporalidad contemporánea que reunía la diversidad cultural, política y social caribeña, e inscritos dentro de un gran movimiento neo-expresionista internacional de la mano de un retorno a la figuración, los creadores apostaron por un camino hacia la interpretación/construcción de la convulsa realidad social. Con las herramientas de un modelo cristalizado desde principios de siglo –el de la expresión[1] que subvierte el hasta entonces entronizado paradigma de la representación, se potencian la libertad y la autonomía de un arte cuyo hilo conector con el entramado social deja de ser el de la mímesis.

De este modo surge y se consolida una tendencia hacia el expresionismo en Latinoamérica de la mano de algunos de sus artistas más reconocidos y, en otros casos, como matriz para el despliegue de creadores nobeles. Unido a ello, hacen gala de las ganancias del abstraccionismo –que se había erigido como lenguaje fundamental del modernismo una década antes-, y otros experimentan con las nuevas formas del pop art. Dentro de los medios y técnicas más usuales para el desarrollo de esta línea destacan la pintura, la escultura y el dibujo. Este último fue privilegiado por los expresionistas y podemos afirmar que alcanzó un lugar significativo e independiente dentro de la tradición artística dominada por otras manifestaciones[2]. De ello da cuentas la sección de la Colección Arte de Nuestra América Haydee Santamaría dedicada al dibujo, así como la realización de su año temático en 2015.

Como parte de las cerca de veinte mil obras que alberga el tesauro de Casa, los dibujos de artistas caribeños durante los sesenta y setenta comparten el espíritu de territorios coloniales, escenarios de guerras y revoluciones, de intervenciones militares y levantamientos sociales, de sujetos que construyen desde la ética y la estética unos nuevos modos de hacer y pensar el entorno circundante de la mejor manera que saben hacerlo: el arte. Con la creación de la Organización de Naciones Unidas y de su Comité Especial de Descolonización, el triunfo de la Revolución Cubana y el fin de la dictadura de Trujillo en República Dominicana se gesta un espíritu regional que deriva en independencias otorgadas por las metrópolis a sus colonias (fundamentalmente las británicas), cambios de nomenclatura territorial (departamentos de ultramar franceses y Puerto Rico como Estado Libre Asociado), y levantamientos que desembocan en proyectos triunfantes, u otros que son coartados por la intervención puntual o presencia prolongada de los Estados Unidos y la implantación de dictaduras militares con posterioridad.

Desde la visualidad, el grito como metonimia de la expresión –cuyo referente fundamental hallamos en la obra de Edvard Munch, pero que tiene una amplia tradición más allá de las artes visuales[3]– adquiere connotaciones simbólicas que hilan las necesidades e intenciones comunicativas de los artistas. Ya sea en su interpretación como aullido que desgarra la contención de emociones, como acto liberador o bien como resistencia, este recurso ha sido empleado de manera reiterada y formó parte del arsenal desplegado por los artistas caribeños que desarrollaron esta vertiente creativa.

Una obra de la década de los sesenta del haitiano Hervé Télémaque[4] nos interpela desde la fragmentación de los trazos, la difusión de los grises y negros y una boca abierta semidesdentada que grita o engulle, con avidez, según la perspectiva de quien observa. En la contraposición del adentro/afuera que implica el propio modelo de la expresión, se construye el acto antropofágico de incorporar y verter la novedad que aúna y reconstruye los fragmentos de lo ajeno y lo propio. Preocupado por sus orígenes, Télémaque ha revisitado en reiteradas ocasiones, desde su condición de artista diaspórico, los estereotipos sobre el sujeto haitiano; a la vez, se ha valido de los lenguajes más contemporáneos para inscribir su discurso en el continuo del arte caribeño y global.

Por otra parte, los dominicanos Fernando Ureña Rib e Ignacio Rincón (Kuma), con piezas de 1975 y 1978 respectivamente, otorgan preponderancia a diferentes elementos de acuerdo a su intención. En el primer caso el grito abarca no solo los rasgos físicos del rostro, sino que se convierte en contorsión de todo el cuerpo representado con un juego de sugerentes líneas y trazos. No importan aquí la precisión y definición exactas de la figura: es más significativo el sonido gutural que sale de un pecho y una garganta que se abren a la inmensidad que supone todo el espacio superior de la obra. La quietud que pudiera dimanar de la horizontalidad de la figura y los tonos empleados, se trastoca con el gesto del cuerpo que aúlla.

De manera contraria, la pieza de Kuma nos hace centrar nuestra atención en un rostro desfigurado por el gesto que no solo se precisa en la boca, sino que transforma toda la fisonomía incluyendo ojos, nariz, pómulos y mandíbulas. La sencillez del grafito sobre el papel y el esmero técnico que remeda el puntillismo, contrasta con la contundencia visual y el nivel de expresividad del personaje.

Grito (1978).
Ignacio Rincón (Kuma) (República Dominicana).
Grafito sobre papel, 66 x 51 cm.

De 1975 es también la obra del panameño Carlos González Palomino, y aquí el sujeto como figura individual es sustituido por la colectividad que es arrastrada y cobijada a la vez por la bandera panameña como símbolo de la nación. Los primeros rostros tienen la boca semiabierta, esta vez no como un grito desgarrador sino como un quejido que se escapa junto con el aliento de los trabajadores. Las figuras del indio, el obrero, el campesino, la madre con el hijo en brazos, como prototipos de los desprotegidos, encarnan el individuo amenazado por un barco que acecha en segundo plano. Durante este período se estaban desarrollando las negociaciones por la soberanía sobre el control del Canal de Panamá, que concluyó dos años después con la firma del tratado Torrijos-Carter. Sin embargo, una década antes (1964) se había producido una invasión de los Estados Unidos al istmo, como resultado de las disputas por el control de esta zona. Ante el historial intervencionista de la nación norteña y su siempre presente despliegue militar, González Palomino refleja el miedo, la incertidumbre y el dolor del pueblo panameño.

S/T (1975).
Carlos González Palomino (Panamá).
Dibujo a tinta sobre cartón, 60.5 x 56 cm.

Estas son algunas de las obras que atesora la Casa de las Américas en su largo camino de colaboración hacia la construcción de un patrimonio artístico regional. Del renombre de algunos autores, así como de la representatividad de sus manifestaciones y países, da cuenta el segmento de arte caribeño que resguarda. Hablan las piezas la lengua del continente, desde la individualidad de los creadores hacia la colectividad que suponen su circulación y alcance. Ellas son muestra de la agudeza crítica y pericia de sus creadores, pero también de un sentimiento colectivo de resistencia que encuentra en el grito una manera de exorcizar los miedos y avanzar.


[1] Arthur Danto (1995). El final del arte. El Paseante, núm. 22-23.

[2] Si bien el dibujo ha sido la base de las artes visuales desde sus orígenes (bocetos, claroscuros, proyectos de arquitectura, etc.), su consideración y su valía de manera independiente se acentúan y cobran notoriedad más recientemente.

[3] Ahora me vienen a la mente Howl (1956), de Allen Ginsberg, y la película homónima de Rob Epstein y Jeffrey Fiedman (2010), por solo citar algunos.

[4] Exponente a la par del pop art con una retrospectiva en el Centro Nacional de Arte y Cultura Georges Pompidou en 2015.


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