Eusebio Leal Spengler. Foto: Roberto Chile/ Archivo.
El otro día, mientras leía a Martí, volví a tropezarme con esa conmovedora epístola que, desde Montecristi, le enviara en abril de 1895 al joven Enrique Loynaz del Castillo: «Piénseme siempre: cuando lo encienda la fantasía o lo arrebate la indignación. Piense en lo que yo en cada caso le diría si estuviese a su lado. (…) Dondequiera que yo esté, siéntame siempre a su lado, acompañándole y queriéndole. Y aquietándole la magnífica altivez».
Como sucede cuando la lectura se convierte en algo más que unas letras apiñadas que vamos dejando atrás sobre el papel, esta esquela, contundente en su brevedad, me conectó enseguida con mi orfandad de hoy. Y, desde luego, en mi condición de discípulo no pude evitar imaginarme a mi maestro, como si él me transfiriera la compartible aspiración del Apóstol.
No me avergüenza admitir que todos los días lo extraño. Todavía me parece escuchar sus pisadas sobre el mármol de la casa de Amargura, o en el damero blanquinegro y reluciente de Tacón número 1, el sitio donde comenzó la utopía, ese que podía recorrer con los ojos cerrados porque lo levantó con su propio sudor, palmo a palmo.
Allí solía refugiarse, en instantes en que la angustia y la frustración estuvieron a punto de derrumbarlo. Sentado en mitad del banco y en actitud orante, al final siempre la divina providencia escuchó sus súplicas e iluminó sus más trascendentales decisiones.
¡Qué recónditos hechizos no guardará el patio aquel, sus columnas y acrisoladas galerías! ¡A cuántos soliloquios no habrán asistido esas palmas que hoy se funden con el cielo azul! ¡Honorable destino el de unas escaleras que vieron desfilar en hombros de un joven, por entonces malentendido y tildado de «loco», la secreta dimensión de lo cubano!
Eusebio Leal Spengler, aquel apasionado profeta de la salvaguarda que, a los 77 años y aun a sabiendas de que se apagaba, no dejó de sentir las vibraciones de nuestros símbolos, ni percibir el rumor de lo posible y necesario por amor a Cuba, estaría celebrando este 11 de septiembre su onomástico.
¡Qué extraña circunstancia la de este cumpleaños en que el homenajeado es difunto, y, sin embargo, está vivo, tan tibios sus restos, que aún permanecen insepultos!
Sobrecoge imaginar la discreta urna de madera apenas escoltada por flores en aquel salón inaccesible. Tiembla el sentimiento, que se debate entre el obligado respeto a la ofrenda y la certidumbre de que el contenido no está allí, porque como su canario amarillo voló apresuradamente a otra dimensión.
Para mí, como para muchos, el reloj se detuvo a las 9 y 23 minutos de la mañana de ese viernes 31 de julio. Desde aquel parteaguas su ciudad no es la misma y Cuba tampoco; también mi realidad es otra. Pero aunque hasta los sueños se transformen, no olvido que cuando algo sagrado se nos escapa, los deberes han de multiplicarse.
¿Cuál sería la mejor manera de honrarlo a él, de evitar que solo se le rescate en una de esas menciones de ocasión, a propósito de los aniversarios de su nacimiento y muerte? ¿Cómo transferir con éxito a los que vendrán, esos que no vivieron su tiempo, tamaño legado de amor y patriotismo sin fisuras?
Con obstinada recurrencia llevo más de un mes haciéndome esas preguntas en las mañanas, al levantarme.
Sin ánimo concluyente, me inclino a pensar que lo primero es no permitir que se le encarame en un altar, impoluto y perfecto, como no lo fue él. Porque antes de emblema, es hombre. Virtuoso, sí; gallardo, en alto grado; voluntarioso y con un elevado sentido del deber, por supuesto, incluso a costa de su salud y de su vida privada; y enamorado de la belleza en todas sus manifestaciones, también.
A veces nos quejamos —y me incluyo— de la saturación informativa en torno a sucesos o personajes de la Historia de Cuba, pretérita o reciente. Sin embargo, y sin pretender buscarle una justificación a lo indebido o a la mal trazada estrategia, en este país donde la fragilidad de la memoria es cosa cierta, a veces hay que volver una y otra vez sobre lo mismo, a riesgo de resultar reiterativo o pedante.
Imaginemos a esos héroes, intelectuales y científicos arrancados de este mundo en la flor de la vida, o cuando ingresaban en la inefable plenitud, como el mártir de Dos Ríos. ¿Acaso ellos también no hilvanaron nuestro ideal glorioso? ¡Qué quedará entonces para aquellos que, como Eusebio Leal, vieron encanecer sus sienes y desbordar la obra de sus sueños mejores!
Se dice fácil, pero fueron casi 53 años al frente de la Oficina del Historiador de La Habana, sin vacaciones ni días feriados, y durante el último lustro sobreponiéndose a la enfermedad y al dolor.
Nadie ignora cuánto se reconoció esa entrega, ni es secreto que, en virtud de su desempeño intelectual o de su titánica labor restauradora, cosechó altos premios nacionales e internacionales.
Pero lo que algunos parecen desconocer es que antes del carro, menudo y confortable como su dueño, hubo una época larga a bordo de la ruta 27, y que durante siglos debió empujar la carretilla repleta de adoquines, maderos viejos, ideas y afanes, porque nunca fue hombre de exigir a sus subordinados lo que no se le veía hacer a él.
Ese fue el germen de su liderazgo; ahí se consolidó su autoridad real: esa que le permitió cohesionar un ejército de hombres y mujeres enamorados de su prédica y ejemplo en defensa del patrimonio, de la cultura en su definición más amplia, en pro del bienestar de niños y ancianos, de jardines y perros callejeros, del civismo y la decencia.
Asumamos de una vez que el personaje y la persona son una conjunción irrenunciable. Impugnemos el mal gusto y la chapucería. Si institucionalizamos lo vulgar, lo fácil, lo mustio o falto de carácter y esencia, estaríamos haciendo indebido favor a su apostolado, pues ya dije que Eusebio fue un adorador de la belleza, esa que consideraba tan importante como el pan.
Con su deslumbrante capacidad para retratar las honduras con palabras llanas, mi entrañable Fina García-Marruz ha señalado: «Todo hombre es el guardián de algo perdido,/ algo que solo él sabe, solo ha visto./ Y ese enterrado mundo, ese misterio/ de nuestra juventud, lo defendemos/ como una fantástica esperanza».
¡Son tantos y de tanta intensidad los recuerdos! Pero no es temporada de llantos, sino de altruismos. De poco vale la melancolía si no marcha al compás de su dramática apelación a continuar la obra.
Las piedras de la ciudad vieja, mudas testigos de infinitas peripecias, contagian con su quietud al caminante. Y en lo que aguardan por la reencarnación o el surgimiento de otro iluminado que vestirá o no de gris, mi corazón de cubano me dice que debo contribuir, en mi discreta escala, a perpetuar esa irradiación inconmensurable que me insufló el Leal Eusebio.
Sepa entonces, padre y mentor, que me esforzaré en hacerlo con el ahínco y el denuedo que su nombre glorioso me inspira. Ya se encargará usted de aquietarme «la magnífica altivez».
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