Reconozco, antes de que me lo diga el jefe de redacción, que el título elegido para las líneas que siguen peca por pretencioso.
Así suelen titularse las memorias que sobre la persona evocada escribe alguien que en mayor o menor medida ha compartido su vida, ya sea como compañero de ruta, colega de trabajo, amigo o pareja. Pero no quien apenas tiene un par de anécdotas que contar, inconexas, distantes en el tiempo, dormidas entre recuerdos que de manera progresiva y paradójica languidecen, mientras el sujeto portador se vuelve cada vez más furibundamente nostálgico, tal vez como merecido castigo por no ser parte de los optimistas que aseguran que todo tiempo futuro tendrá que ser necesariamente mejor, sino que, para colmo, piensa todo lo contrario.
O como diría Les Luthiers, «todo tiempo pasado fue anterior».
La primera se remonta a 1997, y ocurrió en el encuentro de cineclubes Yumurí, organizado por el Centro Provincial de Cine de Matanzas. Asistían, entre otros, Mario Rodríguez Naite, presidente del evento; Conchita Calá, presidenta del Festival Cine Plaza, Rafael Acosta de Arriba, director del Centro de Información del ICAIC, y la realizadora de televisión Mirta González Perera, integrante del jurado.
Como Invitado de Honor, Enrique Molina, acompañado de su esposa, Elsa Ruiz, quien con entrenada paciencia sonreía ante cada solicitud al actor, frente a cualquier auditorio y sin previo aviso, para que caracterizara a Silvestre Cañizo, el personaje de la telenovela Tierra brava, que a la postre se convertiría en el más popular de su inmensa trayectoria en la televisión, el cine, el teatro y la radio.
Enrique Molina
Alternábamos las actividades públicas con momentos más privados, y fue precisamente en uno de estos cuando, entre conversaciones y comentarios serios, chistes y chismes más relajados, y el siempre desinhibidor efecto del alcohol, descubrí a un Enrique Molina sumamente afable, gran conversador y atento interlocutor, hombre modesto y sencillo, ajeno a protagonismos y divismos, que lo mismo podía hablarte de su trabajo con Xiomara Blanco o Eduardo Moya que de su viejo Moscovich Aleko, en ese momento estacionado en un taller de mecánica de Matanzas luego de haberlo venido manejando a duras penas desde La Habana.
El descubrimiento fue recíproco, y de ahí una exclamación suya que convirtió la velada en recuerdo: «¡Pero Galiano, si tú eres cubano, compadre!», me dijo al despedirnos, sorprendido alegremente al ver desmoronarse una imagen televisiva que alguna vez Rufo Caballero calificó con acierto de «severa», en su espacio de crítica de televisión La Columna.
Que viniera de él fue un reconocimiento doble, no solo porque valorara una idiosincrasia o identidad más raigal que la de los estereotipos, sino porque lo decía un cubano de pura cepa. Un cubano que antes y después de aquella noche hizo de la autenticidad y visceralidad humana y nacional de sus personajes el sello distintivo de sus actuaciones, independientemente de alguna cirugía estética a la que hubo de someterse en una ocasión para personificar a Lenin, u otra que nunca se llegó a hacer para parecerse a Martí, el más universal de los que nacimos en esta isla.
Sin restar mérito a sus incursiones en otros perfiles caracterológicos, siempre he preferido a Enrique Molina como el cubano de a pie, y especialmente al que, por desplazarse caminando, se quedó rezagado en el devenir de la historia, imagen que plasmó sobre todo en el cine, en películas como Hacerse el sueco, del director Daniel Díaz Torres, y El cuerno de la abundancia, de Juan Carlos Tabío.
El cuerno de la abundancia
Hablamos del cubano de las agendas para anotar chequeos y reuniones, el de los pulóveres de vanguardia nacional, el de la intransigencia revolucionaria contra todo lo «mal hecho», al que la realidad de pronto lo coloca enfrentándose a todo y todos, mal hecho o no, el de la vigilancia alerta ante cualquier asomo de «desviación ideológica», el «pistolita» del estricto cumplimiento de las guardias cederistas y la añoranza nostálgica por los buenos viejos tiempos de la Unión Soviética y el campo socialista.
El cubano que no acaba de entender que, a su alrededor, la mujer, los hijos, el barrio, sus compañeros, los delincuentes, el país, y hasta el dominó, todo ha cambiado.
Y por ello los berrinches que monta, antesala del infarto o el accidente cerebro vascular. No ha habido ningún otro actor de nuestras pantallas con cuyos airados exabruptos el público espectador esté tan familiarizado, ni al que haya sido necesario tantas veces trasladar de urgencia a un cuerpo de guardia en estado inconsciente. No se trata, sin embargo, de una caricatura de la incomodidad, o al menos fue esto lo que siempre se propuso evitar, no obstante la asiduidad excesiva con que directores tanto del cine como de la televisión recurrieron a esos estados de ánimo en los personajes que interpretó.
Molina se las arregló para imprimirle siempre a su mal genio un trasfondo tragicómico, que en definitiva revelaba la consternación de una rectitud ética asediada por la doble moral, las trampas de la supervivencia, la desilusión, y cuanto entuerto ponía a prueba su terquedad y estoicismo, baluartes con los que defendía la humildad intrínseca de seres sin mayores aspiraciones que las de cumplir con su deber, ya fuese un padre de familia, un camionero o un policía, entre ese amplio abanico de gruñones malhumorados a los que dio vida.
Precisamente con la humildad tiene que ver la segunda anécdota. Fue en 2012, en el ICAIC. Entraba en uno de los edificios de Producción de la calle 23, cuando vi salir a Molina de una oficina. Un cálido saludo precedió lo que evidentemente le iba a comentar al primero que se encontrara, y ese fui yo: «Ahí está Reynaldo Miravalles —me dijo señalando a la puerta de la oficina—. Vamos a hacer juntos la película de Chijona».
Molina y Miravalles en Esther en alguna parte
Lo que más me sorprendió no fue la noticia, que ya conocía, sino la expresión de regocijo de Enrique, cuyo rostro veía resplandecer mientras escuchaba retumbar detrás de aquella puerta, efectivamente, la inconfundible voz de Cheíto León. «Está muy contento de volver a hacer cine aquí», agregó, y me percaté entonces de que aquel primer actor que tenía enfrente no hablaba de un colega, sino de un ídolo.
Como si él no fuera su par en estatura artística, como si Silvestre Cañizo no hubiera dejado la misma huella que Melesio en la preferencia popular, como si Esther en alguna parte —la película de Gerardo Chijona— no fuera a representar en el cine cubano, en cuanto a sus dos actores protagónicos, lo mismo que los postreros reencuentros fílmicos de la tercera edad entre celebridades como Burt Lancaster y Kirk Douglas, Jack Lemmon y Walter Matthau.
Revelador, en tanto indiscutible señal de su magnanimidad profesional, que a esas alturas de su carrera un actor se emocionara así por trabajar con otro. Emoción que transmitió a Larry Po y a su entrañable relación con el viudo Lino Catalá, en esta suerte de buddy movie crepuscular, que reunió también a un impresionante elenco femenino de consagradas figuras de nuestra escena.
No medió otro hecho significativo entre 1997 y 2012, ni después de esta última fecha. Solo coincidencias ocasionales de pasada, gratas, eso sí, por la afectuosa deferencia de Enrique Molina hacia mi persona, que una vez incluyó a mi hijo preadolescente, admirado por que a su papá lo saludara una personalidad tan importante. Por mi parte, la permanente expectativa ante cada nueva actuación suya, cada vez que su nombre aparecía anunciado en el reparto de una película o telenovela.
Esther en alguna parte
Reconozco, como decía al principio, que las vivencias aquí relatadas fueron solo dos instantes fugaces en la desmesurada hoja de vida de un actor que, a lo largo de 78 años de existencia, por su exhaustivo tránsito por tantos medios, y por su proverbial sentido de la amistad y el compañerismo, acumuló una experiencia vital que hacen de mis anécdotas dos gotas de agua en medio de un océano.
Quizá por ello sería mejor título para este texto algo menos ostentoso, digamos, «Dos momentos con Enrique Molina». Más adecuado, sin duda. Aunque pensándolo bien, y con permiso del jefe de redacción, no voy a renunciar a la tentación de acogerme a lo que predijo Andy Warhol y vivir los quince minutos de fama que me tocan. Así se queda: «Enrique Molina y yo».
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