Ilustración: Portada del libro Federico Engels, de Heinrich Gemkow.
Es curioso cómo la iconografía, tanto de Federico Engels como de Carlos Marx, con barbas pobladas y portes elegantes, han condicionado nuestra visión de ambos. Contrario a la idea que evoca su retrato, Engels no fue un pausado hombre de pensamiento. Agudo analista de la realidad obrera inglesa, filósofo de primerísima magnitud, cuya obra rebasa lo social para tender lazos, en su momento audaces, con las ciencias naturales, Engels es uno de los más formidables pensadores del siglo XIX.
Pero Engels fue, además, un hombre de acción. Cuatro años después de publicar su primera obra, La situación de la clase obrera en Inglaterra, andaba envuelto en sublevaciones revolucionarias luchando en las barricadas en Elberfeld, y fue de los últimos en retirarse de la pelea contra las tropas prusianas. Después de la derrota se unió en Kaiserlautern a las milicias dirigidas por Augusto Willich, un miembro de la Liga de los Comunistas, que resistieron al avance prusiano que terminó aplastando a la revolución. Tal fue la notoriedad de sus acciones, que el 6 de junio de 1849 el gobierno prusiano emitió una orden de arresto, y el joven tuvo que buscar refugio en Suiza. Luego estudió artillería, pensando en un escenario de revolución armada.
Había llegado a la región bávara como observador de la Neue Rheinische Zeitung, periódico del que era editor junto a Marx, pero pronto, dejando a un lado la pluma, terminó llevando dos cajas de municiones para las fuerzas revolucionarias, a las que se incorporó. La historia tiene esas deliciosas bellezas en que, saltando tiempos y geografías, al dilema guevariano del estetoscopio o el fusil, le antecede el dilema engeliano de la pluma o la bala.
La extraordinaria amistad de Engels y Marx parece un arquetipo literario. Si hoy hay marxismo, en buena medida, es gracias a Engels, no solo como coautor de muchos textos, sino por su labor de albacea y cuidadoso editor de la obra cumbre: El Capital.
Ambos demostraron que la lucha principal sucede entre los que se apropian, hoy a escala global, y los que producen. Todas las demás luchas, locales y globales, pequeñas y grandes, cotidianas y trascendentes, pierden sentido si no la incluimos en esa batalla, cuyo desenlace determinará el destino humano y del planeta.
Se pretenden tiempos de canallas en que gane fuerza la idea de que la lucha ancestral del ser humano por un mundo mejor es una ilusión subjetiva, pura narración dentro de otras igualmente posible e incluso morales. Se pretende que gane fuerza la idea de Martí como un poeta soñador, ingenuo y poseído, con una visión mesiánica de la nación cubana y su destino universal. Se pretende que gane fuerza la idea de Fidel como un violentador del decursar «natural» de una república a la que molesta llamarla por sus atributos de burguesa y neocolonial. Se pretende que gane fuerza la idea de que el imperialismo norteamericano no existe, sino que esa condición es un engaño promovido por el poder revolucionario y que la confrontación tiene a ambas partes por igual como culpables. Negar la idea del Che de que el enemigo principal de la humanidad hoy es el imperialismo norteamericano, y solo se trata de si el presidente de turno en Washington es bueno o malo. Se pretende que la máquina de la irritación nos impida ver que en esta Isla nos jugamos, en los sacrificios cotidianos, el destino del todo. Se pretende que lo aldeano venza la universalidad del maestro.
Frente a la canallada sigamos contraponiendo un tiempo heroico. Cuando este 5 de agosto se cumplan 125 años de la muerte de Engels, sigamos demostrando que el deber de un revolucionario es seguir haciendo la Revolución, no importa lo difícil que se ponga.
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