Para Araceli García Carranza
No piense el lector que traigo alguna inconformidad con la memoria, o con el tiempo. He admirado y admiro a Proust, pero no es el caso. En mi adolescencia, uno de los acontecimientos más importantes de mi vida incipiente fue enseñar a leer y a escribir a los que, a mi alrededor, les había sido negado el acceso a la información y al conocimiento.
El año 1961 tuvo un complemento fuera de serie: la fundación de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, un dispositivo gremial en función de garantizar las condiciones para la creación de un arte y una literatura a la altura de aquel momento.
En el centro de aquel acto fundador encontramos a la figura de Nicolás Guillén cuyo prestigio intelectual era reconocido, con creces, en casi todas las latitudes. Su nombre era, y es, todo un emblema no ajeno a mi entorno familiar. Fue Felipe Morejón Noyola quien me enseñó a apreciar aquel nombre a través de sus maravillosos poemarios aparecidos en el catálogo argentino de Losada y comprados con gran desprendimiento por aquel vendedor de periódicos, marinero y estibador, que era mi padre.
Así las cosas, en un día del verano de 1961, tuve el gusto y el privilegio de conocer, en persona, al autor de El son entero (1947). Aquel primer encuentro se produjo en la playa de Santa María del Mar, al final de un banquete que, a propósito de la celebración de una conferencia internacional de trabajadores ferroviarios, auspiciaba la CTC.
Me desempeñaba como guía de un grupo de delegados franceses. Insistieron en ir a saludar a Guillén cuyos poemas habían disfrutado y con quien habían compartido en su exilio parisino de los años cincuenta. Escribí la crónica, hoy perdida, cuando Guillén arribó, en 1982, a sus primeros ochenta años.
Allí conté el desconsuelo que me dio no poder ejercer mi función porque, luego de las presentaciones, Nicolás comenzó a hablar un francés impecable, aunque con un marcado acento hispano. La fluidez y la elegancia de su palabra hicieron las delicias de sus viejos amigos. Se despidió anunciándoles que estaba muy inmerso en los preparativos del primer congreso de escritores y artistas, a realizarse en los próximos días.
Empecé a frecuentar la biblioteca y algunas conferencias promovidas por la recién creada organización. Los sábados, en sus bellos jardines, nos reuníamos los más jóvenes aficionados a las letras. Había que crear una organización para nosotros. Entonces, meses después, sobrepasada la Crisis de Octubre, se me acercó el poeta Roberto Fernández Retamar –ya entonces mi profesor en la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana— invitándome a redactar los estatutos que conformarían la primera Brigada Hermanos Saíz, como un tributo nuestro a la memoria de aquellos dos originales hermanos, jóvenes creadores de Pinar del Río, asesinados por la tiranía batistiana.
Así fue. La Brigada se convirtió, luego, en Asociación, pero yo había pasado ya a integrar lo que se llamó, en aquel tiempo inolvidable, la Sección de Literatura de la UNEAC, presidida por el gran narrador Félix Pita Rodríguez cuyo secretario era el poeta santiaguero César López.
Esta crónica me ha devuelto recuerdos que logramos sacar de un olvido culpable.
El Cerro, 16 de agosto, 2020
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