En el primer versículo del Santo Evangelio según San Juan puede leerse: “En el principio era el Verbo y el Verbo era con Dios y el Verbo era Dios”. Para los musulmanes, lo primero revelado por Alá a Mahoma fue “lee”. Los predicadores y oradores han usado la palabra en sermones o discursos, y en la escritura o texto, medio expresivo esencial para transmitir la doctrina o la sabiduría, tanto para la religión como para la política, la ciencia y la cultura. La palabra es origen y mandato, representación y facultad, empeño de fe o promesa, y entendida como sonido que expresa idea o como ideograma grabado que representa un concepto, dicha o escrita, constituyó la forma esencial de las primeras manifestaciones de la comunicación. Se ha estudiado desde el punto de vista fonológico, formal, funcional o semántico, pero va más allá de todo lo anotado hasta aquí porque se inserta en un discurso y se interrelaciona en él de maneras diversas, provocando muchos significados complementarios e insinuados.
Puede ser utilizada para manifestar sentimientos e idear fantasías, para la defensa o la acusación, para definir la condena o la salvación; con ella nombramos las cosas, incluso los objetos que no existen o las nociones más abstractas; designamos acciones y procesos; representamos estados y caracterizamos propiedades; le colocamos nuestros sentidos y experiencia, a veces sin conciencia; elaboramos nuestras marcas y etiquetas, los referentes y las sugerencias; denotamos y connotamos; señalamos nexos y modificamos elementos predicativos adaptándolos a nuestra subjetividad; al usarla con pericia, complementamos y sugerimos hasta sin nombrar. Es la unidad básica del conocimiento y de la cultura. La palabra es el instrumento por excelencia del orador o discursante y del escritor, empleada como lectura y escritura, o viceversa y a la vez; pero también del intelectual, profesor, sacerdote, abogado, político… Lo más importante es que la comunicación mediante la palabra oral o escrita nos distingue como género humano, de lo contrario no hemos salido totalmente de la animalidad.
Todos los seres vivos se comunican, pero la palabra es el medio social de los humanos. Cuando retrocede, escasea, se evita, se minimiza, o no se desarrolla, desandamos como especie, perdemos posibilidades de intercambio y potencialidades, dejamos de conquistar algo que nos falta, comenzamos a carecer de lo necesario e involucionamos en la duda solitaria y la soledad del silencio. Creo en la palabra porque soy ser humano, no porque sea un lector constante y un escribidor ocasional. El respeto por la palabra significa la consideración hacia los seres humanos, el homenaje a la humanidad, la confianza en sus resultados, la conciencia de que solo en la permanente comunicación se puede lograr el desarrollo de la especie. Mi devoción hacia ella no llega porque tengo una formación humanística, sino porque formo parte de un largo proceso social que la ha conquistado y la refinó, y su hábil manejo nos conduce a la satisfacción, a la armonía, porque es el arma más poderosa para la reconciliación, el entendimiento y la negociación, que traza los límites de la diferencia para impedir cualquier tipo de conflicto.
Me alegra mucho que un deportista se exprese bien y encuentre las palabras adecuadas para formular un pensamiento complejo relacionado con sus vivencias, pueda responder de manera inteligente la pregunta de un periodista erizada de peligros y solucione con acierto lo que los profesionales de la comunicación buscan; disfruto no solo la pasión del deporte, sino que la expresión oral del deportista o de su entrenador o director, comparta el análisis y entendimiento de su plan táctico, y pueda ir más allá de batear, golpear, encestar o pasar el balón. También me satisface que los profesionales de disciplinas que no centran en la palabra su trabajo específico puedan expresarse de forma adecuada, especialmente cuando son figuras públicas, no solo porque quienes escuchan merecen consideración y respeto, sino porque mediante las palabras se construye el lenguaje, la plataforma material de las ideas y los sentimientos, aspecto decisivo para transmitir conocimientos, atraer emociones, convencer y agradar, movilizar y persuadir con responsabilidad.
Me entristece que escritores, intelectuales, profesores y otros usufructuarios de la palabra, como políticos, dirigentes, funcionarios… no tengan la fluidez o la elocuencia necesarias ─que si bien suelen ser dones personales, pueden también aprenderse─, y ni siquiera a veces los “esenciales mínimos” para expresar una idea, precisar un concepto, reflejar un sentimiento, esbozar una estrategia…, exigencias para hacer bien su trabajo. Quien tuvo “labia” o “pluma” ─una amiga me decía recientemente que era mejor decir “bolígrafo”─ y fue perdiendo facultades porque el tiempo hizo su tarea destructiva ─el tiempo, el implacable para todos, sin distinciones─, debe estar alerta a su punto de declive y retirarse antes de la extinción. Se trata de un itinerario que todos pasamos o pasaremos sin remedio, por lo que no es descabellado tener un plan eficaz para saber cuándo “cesar las transmisiones” en un momento oportuno, aunque pueda parecer brutal. Los que requieren de la palabra como su “instrumento”, están en la obligación de hacer bien su trabajo con el empleo decoroso de ella y no acostumbrarse a contar con un nombre, un cargo, un grado, un título... hasta el fin de los tiempos.
La cultura del buen decir resulta un asunto esencial. Quienquiera que dependa de la palabra para lo que hace, está en la obligación de no depreciar sus mensajes con un discurso pobre de vocablos, escaso de ideas, carente de argumentos convincentes, construido con frases hechas, aburrido, repetitivo y sin originalidad. De igual manera, resulta inconcebible que un profesional de la ciencia o la técnica no sepa expresarse bien o no utilice las palabras ajustadas a su especialidad. Uno sospecha que no puede haber una interpretación correcta de lo que estudia sin la capacidad para expresar con precisión, rigor o exactitud un proceso, causa o asunto, empleando el lenguaje técnico requerido y aplicando las categorías científicas adecuadas. La profundización de los conocimientos en cualquier disciplina, pasa por la necesidad de usar las palabras justas, lo mismo en la Medicina, la agricultura, la meteorología, la energía renovable, y también en saber seleccionarlas de acuerdo con el auditorio.
Habrá que tomar conciencia de la necesidad de desarrollar las habilidades del lenguaje para responder cualquier pregunta, porque las palabras van a seguir siendo siempre la expresión esencial para la comunicación en cualquier rama del conocimiento. Los servidores públicos tienen la responsabilidad fundamental de comunicarse con quienes sirven y no solo responder ante sus jefes, para lo cual generalmente adquieren habilidades lingüísticas excepcionales, o cuidarse frente a sus enemigos, para no dar motivos a que se piense mal de ellos. Y no siempre es porque falten palabras. Su empleo injusto para construir oración, párrafo, tesis, ponencia, informe o discurso, con ciertas habilidades para que puedan parecer justas, es nefasto en manos de un poder interesado y arrasador, sostenido por cargos o bajo influencias nocivas, en que la palabra sirve para mal.
Algunos poderosos dudan de la eficacia de las ciencias sociales y prefieren ponerlas a tributar o justificar programas políticos de dudoso interés, planes estatales o perspectivas empresariales ferozmente pragmáticas, sin complementarse con otros análisis necesarios. Muchas universidades en el mundo están reduciendo horas y carreras relacionadas con el conocimiento científico de la sociedad, la cultura y el arte. Los tecnócratas de cualquier color político argumentan sobre razones presupuestarias para cancelar estos estudios, aunque gasten en otras cuestiones menos valiosas o necesarias, porque desconfían de la utilidad de las ciencias sociales. El poder del dinero, la propaganda neoliberal, las campañas posmodernas, el poderoso mercado, y también, el cómodo asiento autoritario, el pensamiento dogmático y el sistema verticalista, les han hecho creer a algunos que la palabra de estos científicos de la sociedad es ornamento prescindible, pérdida de tiempo fuera de encargos específicos, profesión de lujo y estorbo cuando demuestra resultados incómodos: es el camino para castrar el pensamiento crítico. En realidad, los tecnócratas y los burócratas, dos figuras que pueden ser deficientes y presentes en cualquier sistema político, aunque por lo general necesarios, confían en que todo se aprobará de acuerdo con lo decidido de antemano. La palabra en ellos pudiera servir para encubrir la verdad ante una posible oposición de las ciencias sociales y el conocimiento científico.
Elijo dos pensamientos martianos extraídos de sus apuntes, para entender su opinión sobre la importancia de la palabra: “Cuando las palabras no pueden elevarse a la altura de los sentimientos, los sentimientos se deslustran y rebajan descendiendo al nivel de las palabras”, y: “Las palabras han de ser brillantes como el oro, ligeras como el ala, sólidas como el mármol”. Nadie crea que por haber vivido el Apóstol el inicio de la modernidad, sus concepciones sobre la palabra, que en definitiva son sus juicios acerca del conocimiento y la cultura, se ajustan solo al movimiento del modernismo y hoy han perdido vigencia. Ahora, en la posmodernidad, la palabra no puede renunciar a su poder y brillantez para persuadir; a su ligereza y gracia para no cansar, y a la solidez y fuerza para calar en el pensamiento; no puede perder su función racional y emotiva en tiempos de Internet, ni su papel de comunicación integral y capacidad para romper muros de esquemas ordenados bajo las fronteras de la especialización. La palabra es el enemigo principal del oscurantismo, el extremismo y el fundamentalismo; con ella se contribuye a la paz entre naciones, el entendimiento entre pueblos y la armonía familiar; empleándola con eficacia y nobleza, fortalece la ciencia y la cultura en bien de la humanidad, y, definitivamente, si se encuentra en el lugar justo, contribuye a la felicidad de todos.
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