Eliseo


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Por desidia, las palabras se amontonan en el rincón de los objetos inservibles. Allí, por desuso, se van cubriendo de herrumbre. De esa manera, los seres humanos contribuimos, devorados por la indiferencia y la ley del menor esfuerzo, a mutilar las antenas que nos comunican con nuestros semejantes, afinan el delicado temblor de la sensibilidad y favorecen el acceso al amplio horizonte del conocimiento, todo lo cual configura el perfil distintivo de la especie.  El poeta se hace cargo del vocablo herrumbroso, lo pule, lo devuelve a la vida y multiplica su significado mediante el engarce inesperado con otras imágenes. Abre nuestros sentidos a la percepción de zonas silenciadas de la realidad, nos induce a escuchar «el dulce lamentar de dos pastores» y motiva el despertar del alma dormida para recordar «cuán pronto se pasa la vida y se viene la muerte». La desidia también promueve la indiferencia ante lo hermoso del mundo que nos rodea, tanto el paisaje natural como el entorno edificado por las manos de nuestros antepasados.

Mediaba el siglo XX cuando apareció En la Calzada de Jesús del Monte. Sin demorar en tanteos promisorios, había nacido un poeta de mirada singular y en plenitud de forma expresiva. La historia de la literatura cubana sitúa a Eliseo Diego como uno de los integrantes del grupo reunido por José Lezama Lima bajo la advocación del nombre de su revista más conocida. En las circunstancias infaustas de una república neocolonial corrupta, con la independencia mutilada y sometida a los dictados del imperio, la cultura era refugio para un trabajo de creación proyectado en la espera de un porvenir en que habría de cristalizar el milagro de Cuba. Empezaron por encontrarse en el apartamento de Centro Habana de las hermanas Fina y Bella García Marruz. Recorrían las librerías de la calle Obispo.  Hicieron luego de la casa de Eliseo, en Arroyo Naranjo, ese sitio donde tan bien se estaba, el mítico lugar para el intercambio regular, acogedor de poetas, músicos como Julián Orbón y pintores como Mariano y Portocarrero. La comunidad de intereses no implicaba, sin embargo, la cancelación del sello personal de cada uno de los convocados por el magisterio de Lezama. Desde el primer momento, Eliseo emergió con voz propia. Conjuraba la angustia derivada del reconocimiento de la condición efímera de la existencia humana mediante la revelación de la maravilla escondida en las pequeñas cosas de nuestro universo inmediato. Conducida por su mano, desafiando el vacío de la página en blanco, la palabra de todos adquiere un fulgor inédito. Escribir no constituyó para él oficio o tarea. Respondió a la íntima y apremiante necesidad de explorar en lo profundo de la propia identidad y de lanzar su mensaje solitario al ruedo de una más amplia comunicación humana.

Después del triunfo de la Revolución, Eliseo Diego formó parte del equipo intelectual que diseñó el proyecto cultural desarrollado desde la Biblioteca Nacional. Su base conceptual se definía teniendo en cuenta las demandas latentes en un país que luchaba por salir del subdesarrollo. Era indispensable, por una parte, rescatar, desempolvar y ordenar la documentación patrimonial arrumbada en almacenes. Por la otra, se imponía la exigencia de dinamizar la vida cultural y favorecer el acceso de los marginados de ayer a la apropiación emancipadora del conocimiento. El polígrafo Juan Pérez de la Riva, los escritores Cintio Vitier y Fina García Marruz, venciendo el calor apabullante y la irrespirable atmósfera polvorienta, se entregaron a la cotidiana operación de salvamento. Allí estaban las fuentes de los estudios que emprendieron entonces. Argeliers León se dedicaba, junto con María Teresa Linares, a la difusión de la música. Eliseo se consagró a la gran tarea de formación de lectores.

El poeta había meditado largamente sobre el tema. En algunos de sus ensayos evocadores a veces de sus primeros años recogió parte de sus reflexiones. Supo eludir los escollos que entorpecen con frecuencia las acciones mejor intencionadas en favor del fomento de la lectura. En el punto de partida sustancial se encontraba el respeto profundo por el universo de la infancia, pródigo en imaginación castrada a menudo por una errónea concepción pedagógica, dotado así mismo de una fina sensibilidad encallecida luego por los encontronazos de la vida. Son los tesoros que debemos cuidar como se protegen los retoños de una planta en vías de crecimiento. Tiene que eludirse también la tentación de establecer falsos linderos entre lo utilitario y lo recreativo. En el comienzo de todo está la seducción de la palabra, llave maestra de la imaginación, de la creatividad, del descubrimiento innovador, de la comunicación humana, garantía por ende de la fortaleza del tejido social. El disfrute de la palabra habrá de preceder al aprendizaje de la letra.

De esos conceptos básicos emanó una práctica concreta. Un pequeño local en penumbra acogía el reino de las palabras.  Sin falsos oropeles declamatorios, la voz de la narradora iba desgranando un cuento. Para los oyentes, los vocablos se iban corporeizando en imágenes calzadas con las enormes botas del gato que edificaba la fortuna del hijo del molinero. Convocados por el «érase una vez», dimensión que rompe las coordenadas del tiempo y el espacio, afirmaba Eliseo, se descorría el telón, puerta de acceso al mundo de la maravilla. Seducidos por la palabra, una vez conquistado el dominio de la letra, los niños acudían espontáneamente a tomar en préstamo los libros de la biblioteca juvenil.

El homenaje por el centenario del nacimiento de Eliseo Diego no puede reducirse a los festejos de unos pocos días.  Su obra tiene que reinstalarse en nuestra cotidianidad para abrir los ojos al mundo y reconocer lo que somos. La patria se hace con el concurso de muchas manos, con los que siembran y producen, con los que curan, enseñan e investigan, con los que crean obras de arte, eslabones de la configuración de nuestra identidad y nutrientes de hálito vital, conocido con el nombre de alma.


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