Tienen que ocurrir terremotos o magnicidios para que el nombre de Haití emerja del oscuro manto de silencio que lo envuelve. Es probable que, una vez concluidos los funerales de Estado que corresponden a la jerarquía del Presidente asesinado, el telón caiga sobre el escenario y se apaguen las luces del teatro. Quedarán entonces muchas dudas por despejar acerca de la urdimbre de la trama perversa que alentó a los comisores del crimen, antiguos militares colombianos, entrenados muchos de ellos por las fuerzas armadas de Estados Unidos o subvencionados ahora por una empresa privada dedicada —como también sucedió en Irak— a suplantar el trabajo de los ejércitos regulares.
El panorama convulso justifica la injerencia extranjera en los asuntos internos del país, a modo de un largo brazo que se extiende sobre las Antillas para caer, con esa fuerza más, sobre las tierras de nuestra América.
Mucho debemos los cubanos al país vecino. Como resultado de su guerra independentista, emigraron a Cuba colonos acompañados por parte de sus antiguos esclavos. Impulsaron el cultivo del café. Introdujeron expresiones culturales que nutrieron el tejido de la nuestra y contribuyeron a la divulgación de un ideario emancipatorio.
Con el andar del tiempo, los emigrantes económicos procedentes de Haití, explotados de manera inicua, aportaron sudor y trabajo a los latifundios azucareros. Muchos permanecieron definitivamente en nuestra isla y sembraron familias integradas al torrente de la nación. Vale la pena recordar, asimismo, que a lo largo del penoso recorrido desde Montecristi hasta Playitas de Cajobabo, asediado siempre por el espionaje español, José Martí —así lo refiere en su Diario— encontró amparo y acogida para el sueño reparador en los modestos y solidarios hogares haitianos.
El dominio colonial se ha ejercido siempre. Así sucede todavía en nuestros días, mediante el empleo de distintas formas de violencia. Una de ellas se manifiesta en la construcción de las mentalidades. Dueños de los medios de comunicación, los países subdesarrollantes —término acuñado por Roberto Fernández Retamar— transmiten al mundo la versión calibanesca de lo que somos. Desde esa perspectiva elaboran una narrativa histórica que asumimos como verdadera al reconocerle validez universal. De ese discurso emana el reconocimiento acrítico de un imaginario sustentado en un modelo civilizatorio que conducirá, en carrera desenfrenada, a la depredación del planeta, a la desaparición de los bosques y de los glaciares, socavados por la indetenible explotación minera.
A contracorriente de las tendencias dominantes, el auténtico relato de la historia ha de conformarse mediante el eslabonamiento —con avances y retrocesos— del duro bregar en favor de la plena emancipación humana. La insurgencia haitiana fue la primera en proponerse simultáneamente la independencia política de la metrópoli y la emancipación de los esclavos. Convulso y lleno de contradicciones, el proceso fundador de la nación vecina contó con una figura fundadora en la lucha por la liberación de nuestra América. En época tan temprana como los inicios del siglo XIX, el presidente Pétion comprendió, a pesar de las diferencias de lenguas y culturas, la interrelación existente en el destino del arco insular caribeño y los anchos territorios continentales.
Escaso de recursos, dispuso, sin embargo, de lo necesario para respaldar con barcos y armamento las expediciones de Bolívar hacia la tierra firme. Nada pidió como recompensa a su generosa ayuda. Solicitó tan solo que El Libertador decretara la emancipación de los esclavos.
Para contribuir a la descolonización de las mentalidades, la historia de nuestra América habrá de rescatarse en su integralidad. Triunfador en batallas de enormes dimensiones, conductor capaz de encabezar un ejército harapiento a través de los Andes, político que intentó congregar a nuestros pueblos en el Congreso anfictiónico, traicionado por los suyos, Bolívar sufrió la soledad y el abandono.
Al evocar su trayectoria de fundador, habrá que recordar siempre el gesto generoso de Pétion, representante de un pequeño país que fue el primero en lanzarse a la hazaña de la verdadera emancipación humana. Haití pagó un alto precio por su gesto precursor. Francia exigió el pago de una compensación por la independencia conquistada. El país nacía endeudado, pesado lastre para cualquier proyecto de desarrollo. Luego, el injerencismo imperial se impondría como norma.
En los años 40 del pasado siglo, un escritor cubano viajó a Haití. Conoció paisajes, prácticas religiosas, tradiciones míticas. Observó la arquitectura. Intercambió con los antropólogos haitianos. Comprendió la dimensión del legado colonial en el plano de la subjetividad.
Impregnado de un modelo civilizatorio ajeno, Henri Christophe impulsó una imitación grotesca de la corte de Versalles. En el otro extremo de la sociedad, Ti Noel, despojado de la palabra y de las herramientas para el entendimiento de la historia, encarnaba a los condenados de la Tierra, como los denominaría años más tarde, el también caribeño Frantz Fanon. Advirtió entonces Carpentier que, «agobiado de penas y de Tareas, hermoso dentro de la miseria, capaz de amar en medio de las plagas, el hombre sólo puede hallar su grandeza, su máxima medida en el Reino de este mundo».
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