Imagen destacada: Dary Steyners (tomada de Cubaperiodistas)
En una novela de Julio Verne dos periodistas, uno británico y otro francés, mantienen una permanente rivalidad. Para garantizar la primicia de la información y dar «el palo periodístico» respecto a los avatares de Miguel Strogoff, el correo del zar, cada cual intenta arribar más pronto al telégrafo situado en la mayor cercanía.
Con esos incidentes que animan el relato y suscitan simpatía en los lectores, el narrador estaba reflejando dos rasgos característicos de su época. Por una parte, preludio de lo que sucede en nuestra contemporaneidad, la invención del telégrafo acortaba el tiempo y la distancia entre las distintas zonas del planeta. Por otra, la Revolución Industrial introducía cambios tecnológicos en las imprentas y abarataba la producción de papel. Las tiradas de los periódicos se multiplicaron y a sus contenidos accedieron millones de lectores, seducidos por variadas propuestas que respondían a intereses igualmente diversos.
A lo estrictamente informativo, abierto a los anchos horizontes del mundo, se añadían artículos, comentarios, crónicas, gacetillas chismográficas y novelas por entrega, folletines precursores de las actuales telenovelas, que enganchaban al destinatario, pendiente del próximo capítulo para conocer el destino de la heroína. La visión romántica del cazador individual de la noticia desaparecía. La prensa se había convertido en decisivo factor para la conformación de la opinión pública al servicio de grupos de intereses y de partidos políticos.
Así lo comprendió José Martí. Entregó al periodismo una parte importante de su actividad creadora, con el objetivo de vincular el futuro de la isla al destino de la América Latina toda. Conocidos son los textos escritos para el diario La Nación, de Buenos Aires, en los que devela, entre otras muchas cosas, las intenciones ocultas tras la Conferencia Monetaria Panamericana celebrada en Washington. Su tarea fundadora en este sentido fue mucho más allá.
A la altura de mi edad avanzada, he regresado a las páginas de La edad de oro para dilucidar la estrategia concebida por el Maestro en una publicación periódica dirigida a los niños. Con vistas a la formación de una ciudadanía consciente desde las primeras edades, allí desarrolla una narrativa inspiradora de un imaginario que despliega, en términos concretos, las bases teóricas expresadas en las páginas de Nuestra América.
En el sedimento nutricio de nuestra savia habrá de injertarse el conocimiento del legado de una cultura universal de amplios horizontes y derroteros plurales.
En correspondencia con este propósito, las páginas iniciales de La edad de oro rinden homenaje a nuestros héroes, Hidalgo, Bolívar y San Martín, patrimonio común del conjunto de nuestros países. Con visión preclara, en tiempos de escaso adelanto en las investigaciones arqueológicas, reivindica los altos valores artísticos de la obra de incas, aztecas y mayas, a la vez que refuta la condena a los sacrificios humanos en voz de conquistadores que inmolaron a muchos en el fuego de la Inquisición.
El perfil de nuestra América, con su impronta singular, se inscribe en el prolongadísimo proceso de una historia humana que comenzó por buscar refugio en cuevas para desafiar luego la ley de la gravedad en las catedrales góticas, los palacios y santuarios renacentistas, hasta la audacia experimental ferrovítrea del siglo XIX.
Así, instalado en el proyecto emancipador, ineludible garantía para el porvenir de nuestras tierras, recorre con pasmosa lucidez visionaria la Exposición universal de París de 1889, en el centenario de la Revolución Francesa. No descarta la importancia del progreso tecnológico, sin caer por ello en la ingenua trampa de un positivismo acrítico. Se detiene en las muestras de un extenso conjunto de pabellones. Concede preferencia particular a los países periféricos, aquellos que un siglo más tarde se agruparían en un tercer mundo en vías de desarrollo. Ajeno a la visión eurocéntrica imperante en su época, aborda con respeto la singularidad cultural de cada nación.
Saber, sensibilidad artística y reconocimiento de los valores de una auténtica modernidad se manifiestan en la descripción de la Torre Eiffel. Símbolo en la actualidad de la capital de los franceses, recibió en su época un rechazo generalizado, sobre todo por parte de la comunidad intelectual de entonces. Muchos reclamaban su derribo una vez concluida la feria.
Martí destacó el prodigio técnico y la elegancia de una silueta afinada, erguida hacia el cielo. Comprendió la necesidad de dotar a su interlocutor de las herramientas para el ejercicio de un pensamiento crítico, arraigado en la realidad profunda de las tierras de América y en diálogo entre lo propio y lo universal, mediante la seducción de una palabra respetuosa de las facultades de la infancia.
Por falta de financiamiento, la publicación de La edad de oro no pudo sobrepasar los cuatro números. En tan breve tránsito sentó pautas que conservan plena vigencia a pesar de los cambios introducidos desde entonces por el acelerado desarrollo tecnológico, utilizados de manera perversa para levantar valladares frente a la lucha por la emancipación humana, cada vez más apremiante por el acrecentamiento de las brechas entre ricos y pobres, el uso de nuevas formas de colonialismo a través de la manipulación de las conciencias y la necesidad de preservar la salud del planeta amenazada por el capitalismo depredador.
A contracorriente de tan poderosas fuerzas, corresponde al periodismo participar en la construcción de un interlocutor crítico que, desde la perspectiva de nuestra América, se abra al conocimiento en profundidad de los conflictos políticos, económicos, sociales y culturales que nos conciernen. Para hacerlo con eficacia, tenemos que afinar nuestra capacidad de seducción, sin olvidar nunca que la plenitud humana se alcanza también en el reconocimiento y disfrute de la belleza.
Deje un comentario