Fidel Castro hablando ante una manifestación frente el Palacio Presidencial, La Habana, 1959.
De paso por Argel, en una noche de intenso trabajo, el Che escribió de un tirón El socialismo y el hombre en Cuba, texto esencial, de singular compactación en la densidad de ideas, destinado a permanecer para siempre en la historia del pensamiento revolucionario. Advertía entonces, con visión profética, las fisuras que amenazaban la estabilidad de la Europa socialista. Señalaba también con agudeza los rasgos intrínsecamente dialógicos de la comunicación con el pueblo, con las masas populares concentradas en la amplia Plaza de la Revolución.
En efecto, Fidel transformó de manera radical la oratoria política tradicional. Eliminó recursos retóricos gastados por la demagogia. Descartó la ornamenta para conceder prioridad a la conducción de un pensar colectivo sustentado en una relación cómplice, con el propósito de develar la causa de las cosas y afrontar, entre todos, la búsqueda de la verdad. De ese reconocimiento de la realidad, sin temor al duro filo de sus aristas, nacía la decisión compartida de luchar y vencer. Así ocurrió en los días de la Crisis de Octubre cuando desafiamos en soledad la amenaza nuclear; luego con las formulaciones autocríticas al término de la zafra del 70, incumplida la meta de producir diez millones de toneladas de azúcar. También sucedió al plantear, a mediados de la década de los 80, la necesaria rectificación de errores y tendencias negativas. Algo más tarde tendría que alertar acerca del inminente derrumbe de la Unión Soviética, con todas sus implicaciones en lo económico y en lo político.
Afirmó en alguna ocasión que las personas disfrutan al participar en el parto de las ideas. Los destinatarios de la palabra viva no constituyen una masa de interlocutores abstractos. El inmenso conglomerado reunido en la Plaza escucha, responde a las preguntas formuladas y, en ocasiones, lanza una pregunta y acorta la distancia que lo separa de la tribuna. A través de ese pensar compartido, fundado en el respeto al otro, se entreteje un magisterio que no rehúye el abordaje de los problemas más complejos. En el tenso y apresurado vivir del medio siglo, el acontecer inmediato y apremiante imponía la necesidad de informar. Pero, aun en situaciones de extrema urgencia, la transmisión de la noticia y la orientación de la conducta a seguir se situaban en su contexto histórico preciso. Proseguía con ello la ininterrumpida enseñanza de un método de análisis que nunca descartó la inserción del hecho concreto en su referente conceptual, enriquecido y actualizado con el permanente intercambio dialéctico entre teoría y práctica, tal y como se había ido forjando —en su origen y desarrollo— el pensamiento de Fidel.
Abierto a los grandes problemas del mundo desde su ingreso en la Universidad de La Habana, Fidel conjugó desde entonces pensamiento y acción. Martí fue su guía. Se adentró en los textos de Marx, Engels y Lenin mientras acumulaba un caudal de experiencias en la política universitaria, en el bogotazo colombiano, en los preparativos de la expedición de Cayo Confites contra Trujillo, en su cercanía a Chibás y el Partido Ortodoxo, en cuyas filas juveniles encontraría a los futuros combatientes del Moncada. Fue, sobre todo, un apasionado estudioso de la historia: la universal, la de América y la cubana. Para conocer esta última en profundidad, se valió de la obra de los especialistas y de los testimonios de los participantes.
Supo siempre que el diseño de toda estrategia transformadora de la sociedad descansa sobre claras definiciones teóricas. Comprendió también que, para transmitirlas de manera eficaz, habrían de traducirse en términos concretos. Eludió por ello el empleo de la abstracta y manida terminología de los manuales. En ese sentido, su definición de pueblo en La historia me absolverá resulta ejemplo válido para cualquier análisis de la sociedad. Desmenuza sus componentes y subraya la historicidad de una realidad mutante. La de entonces difería de la cubana en los 70 del pasado siglo y la de hoy ha sufrido modificaciones respecto a la de hace 40 años. Atento a la historicidad de los fenómenos, eludió las trampas del dogmatismo, adherido a verdades inamovibles en el tiempo, ajeno a las especificidades de cada región del planeta. Comprendió la esencial dialéctica entre factores objetivos y subjetivos y percibió con lucidez que, para nosotros y para la América Latina, colonialismo y subdesarrollo constituían un trágico legado, removible tan solo mediante un proyecto socialista.
Vasta en su decursar a través del tiempo, la oratoria de Fidel es material imprescindible para entender los procesos históricos de las últimas décadas. Su importancia trasciende lo factual. Nacidos en el fragor de la inmediatez, sus discursos, ajustados a las circunstancias, contienen siempre un núcleo conceptual que inscribe lo incidental en un modo de pensar el mundo, de considerar la formación del ser humano, de definir la herencia del colonialismo teniendo en cuenta el consiguiente legado del subdesarrollo en lo material y en lo espiritual. Todo ello en el contexto de la expansión planetaria del imperialismo.
El análisis de la obra de Fidel habrá de integrarse a una necesaria historia de las ideas socialistas, desde su célula originaria aparecida con la Conspiración de los iguales, de Babeuf, pasando por los utopistas, reactivando la lectura de los clásicos Marx, Engels y Lenin y concediendo la jerarquía que merecen a los pensadores instalados en nuestro acá latinoamericano, el peruano Mariátegui y el cubano Mella, para llegar a los imprescindibles Ernesto Guevara y Fidel Castro.
La tarea apremia, porque como advirtiera Rosa Luxemburgo, la vía socialista es la única alternativa posible a la barbarie capitalista depredadora. Vale la pena recordarlo cuando el cambio climático se nos viene encima entre huracanes y sequías.
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