El modernismo y un caso cubano: Julián del Casal (III)


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    III. Casal periodista

En el siglo XIX el ejercicio del periodismo ─que en América es fundamental para entender los procesos literarios─ estableció una relación sistemática de interinfluencias entre España e Hispanoamérica, y también con el resto de Europa, en especial con Francia. Si bien los primeros modernistas dejaron páginas memorables en el periodismo, posiblemente ninguno iguala a Martí; pero Casal también fue un destacado articulista, y sus prosas en diversas publicaciones seriadas revelaron rasgos de su personalidad y carácter, aún no muy reconocidos. Este último poeta descubre muchos aspectos de la sociedad colonial de finales de la centuria, en ocasiones omitidos u olvidados, sin mucha divulgación o puestos en segundo plano ante sus versos, pero que indudablemente se incluyen entre las propuestas periodísticas más originales del modernismo en América.

Esteban Borrero Echeverría recogió en 1899 en El Fígaro, bajo el título de “El lirio de Salomé”, uno de los acercamientos personales más penetrantes al poeta: “Teníamos ambos la obsesión dolorosa de lo bello; y esclavos los dos (cada uno a su manera) de un compromiso social que nos apartaba de la contemplación, y por decirlo así, del cultivo de nuestra personalidad artística, éramos víctimas de ese sentimiento de nostalgia de la patria ideal que persigue siempre a los que han contrariado una vocación; a los que por cualesquieras [sic] causas análogas no hallan en el medio que frecuentan el único pasto espiritual que apetecen” (el énfasis es mío; Julián del Casal. Prosas, t. I, cit.). Entonces, ¿Casal tenía o no un “compromiso social”? ¿Cómo se formó ese “sentimiento de nostalgia”? ¿Cuál fue verdaderamente “la patria ideal” en una colonia española y en una sociedad esclavista de finales del siglo XIX? Su periodismo atestigua malestar creciente, hasta la frustración, por no tener una patria deseada. 

En 1888 comenzó a publicar la serie de artículos «La Sociedad de La Habana» en La Habana Elegante. Anunció que serían 26, aunque solo aparecieron cinco. De los entonces inéditos, algunos mostraban títulos inquietantes, como “Los príncipes del dinero”. Sin embargo, los salidos a la luz llevaron rumores a quienes mandaban en la colonia. Publicó “El General Sabas Marín y su familia”, “La antigua nobleza”, “La prensa”, “Los antiguos nobles en el extranjero” y “Los pintores”. La Habana Elegante era el órgano oficial del Círculo Habanero, dedicado a las actividades sociales e intelectuales; entre sus animadores estaban Rafael Montoro, Miguel Figueroa, José Fornaris, el marqués de Larrinaga, José Pío Govín… El gobierno español ordenó el secuestro de los números de la publicación, y el Círculo Habanero, mediante su secretario José Fornaris, quien tomó la determinación de renunciar al periódico, se defendió como pudo, a pesar de la advertencia de que los artículos se firmaban con seudónimos. Casal, bajo el de El Conde de Camors, quedó cesante en la Intendencia General de Hacienda y en la Junta de la Deuda. Se vio obligado a vender un solar para sobrevivir y con ese dinero partió rumbo a Madrid con la idea de conocer París, el frustrado viaje ya mencionado.

Al regreso trabajó en La Discusión como corrector de pruebas y periodista. Colaboró en otros muchos periódicos y revistas, además de La Habana Elegante: El Fígaro, El País, La Habana Literaria, El Triunfo, La Lucha, El Hogar, La Familia Cristiana, El Pueblo, La Unión Constitucional, La Caricatura, Diario de la Familia, Ecos de las Damas… Incansable obrero de la palabra, en el espíritu casaliano de servicio al periodismo predominaba la idea de la justicia social junto a su obsesión por la belleza. La práctica del esteticismo, que en la época se mezclaba con el dandismo, no fue bienvenida entre los conservadores, quienes solían confundir dandis con intelectuales de estéticas de avanzada; los educados en la tradición española no asimilaban a jóvenes deslumbrados por la moda francesa, aunque sea cierto que en ocasiones a estos nuevos periodistas los lastraba una exagerada cursilería, de la que Casal no escapó del todo; por ello fueron rechazados en bloque por algunos, y hasta los llamaron despectivamente “petimetres”, denominación proveniente de principios del siglo, cuando predominó el estilo neoclásico cercano a Francia.

Sin embargo, Casal nunca fue un dandi. En artículo publicado en La Habana Elegante el 12 de febrero de 1888, y refiriéndose al joven escritor Ezequiel García, describió sobre el dandi: “…tiene que ser un hombre linfático, frío, hastiado de todo, deseoso de hacerse original. La indiferencia es la suprema virtud del dandy. […]. El dandy debe sentir el placer de asombrar y la satisfacción orgullosa de no ser asombrado. Se nace dandy, como se nace poeta” (“Ezequiel García, en Julián del Casal. Prosas, t. I, cit.). Según su propia descripción, Casal nunca fue un dandi, a pesar de que muchos lo calificaron así por su amor a la belleza y a la nueva estética. No pocos confundieron esa estética con la indiferencia y la necesidad de sobresalir, rasgos ajenos a su personalidad.

Nunca la indiferencia caló en su alma, y más bien quería pasar inadvertido. Baste señalar los artículos de «La Sociedad de La Habana» que le trajeron los problemas ya aludidos; en “La antigua nobleza”, del 1.0 de abril de 1888, declaraba: “El Marqués de Santa Lucía, uno de los supervivientes de la revolución cubana, es el más demócrata de los aristócratas y el más aristócrata de los demócratas. Se ocupa de todo, menos de su título. Sacrificando su bienestar, se lanzó a la defensa de la Patria y logró reemplazar a Carlos Manuel de Céspedes, en el puesto de Presidente de la República Cubana. La Sra. Dª Ciriaca Cisneros de Velasco, hermana del Marqués, acompañada de sus hijas, también se arrojó a los campos de batalla. Cuando estalló la revolución, esta familia se dividió en tres grupos. Durante el espacio de un año, anduvieron errantes, sin saber unas de otras. Ocultas en miserables harapos, iban por el escenario de la guerra, asordadas por el estruendo de las balas y ennegrecidas por el humo del combate, enardeciendo a los valientes y llorando sobre los despojos de los muertos. Sufrieron indecibles privaciones. Todo buen cubano debe venerarlas” (Julián del Casal. Prosas, t. I, cit.). Ningún dandi escribía así. No en balde, los integristas consideraban a Casal como un enemigo y los autonomistas lo miraban con recelo.

El mismo Casal que se extasiaba con Darío y lo admiraba sin ocultarlo por sus escenas palaciegas, tuvo la obsesión, y quizás la necesidad, de traducir poemas audaces de Baudelaire, que presentaban escenas muy dolorosas de París. En carta a su amigo Borrero Echeverría el 25 de mayo de 1893, con su mirada compasiva confesaba: “Yo no amo más que a los seres desgraciados. Las gentes felices, es decir, los satisfechos de la vida, me enervan, me entristecen, me causan asco moral. Las abomino con toda mi alma. No comprendo cómo se puede vivir tranquilo teniendo tantas desgracias alrededor…” (Julián del Casal. Prosas, t. IIII, cit.). Así puede entenderse su admiración por Joris Karl Huysmans, escritor francés que expresaba gran angustia por el mundo moderno. Huysmans, que estudió Derecho y trabajó por mucho tiempo en el Ministerio del Interior de Francia, sabía demasiado sobre los verdaderos “miserables”. Casal lo admiraba por convivir entre las personas más abyectas y conservar la pureza; publicó el poeta habanero en La Habana Elegante, el 15 de marzo de 1892: “Bajo formas ásperas, pero necesarias en la vida para ahuyentar la caterva de los cretinos, el rebaño de los miopes del mundo interno, la jauría de los vociferadores de las opiniones generales, nadie conserva, como Joris Karl Huysmans, un alma más noble, más pura, más sensible, más dolorosa, más elevada, más excepcional” (“Joris Karl Huysmans”, en Julián del Casal. Prosas, t. I, cit.).

Estas contradicciones de su naturaleza artística en relación con la época en que vivió, le producían al poeta cubano una angustia existencial incurable. Quizás por esa razón se sentía atraído por la personalidad literaria de Guy de Maupassant. En un artículo dedicado a este narrador en el mismo diario el 13 de abril de 1890, afirmaba que el famoso cuentista francés “es un hombre de temperamento nervioso, emancipado prematuramente del yugo familiar, envejecido por precoz experiencia, tolerante con la canalla, intransigente con la estupidez, incapaz, como todo misántropo, de hacer daño al prójimo, indolente para hacer el bien, refinado hasta el misticismo, lujurioso hasta la satiriasis y esclavo irritable de un ensueño de belleza delicado, que acosa, deleita y pudre su vida” (“La vida errante. Guy de Maupassant”, en Julián del Casal. Prosas, t. I, cit.). Un retrato de Maupassant que podía haber sido tal vez su autorretrato.

Los escritores, para ganarse la vida, debían hacerlo publicando en periódicos y revistas, cuyos dueños competían por aumentar sus públicos, y como se habían incrementado las lecturas femeninas, en la escritura dirigida a ellas predominaban los estereotipos asignados a la mujer ya alfabetizada de esas sociedades: los temas del amor, las emociones del sentimiento, los vestuarios y las joyas, la opulencia de los salones… se pusieron de moda y no todos los hombres podían escribir sobre estos asuntos. Algunas revistas especificaban que estaban dedicadas a la mujer. El poeta habanero fue uno de los periodistas que muy pronto obtuvo el fervor de este público y consiguió éxito; no estaba consciente de que se ganaba la vida escribiendo para gustos inducidos por la educación burguesa de una sociedad patriarcal, pero sabía a quiénes se dirigían sus textos; los comentarios como crítico teatral, sobre alguna exposición de pintura, los libros reseñados y los temas elegidos, por lo general, se dirigían a su público meta: el femenino.

Casal encontró en los artistas franceses un ideal para fundir las expresiones de la poesía y la pintura, común en las publicaciones periódicas por estos años en América Latina. Lo decorativo en el arte y en la literatura francesa formó parte de la cultura modernista en las crónicas sociales; algunos de los recursos que le fueron propios, aprovecharon tensiones de lenguajes y trasvases de una manifestación a otra para la construcción de una cultura novedosa en la civilización moderna. La crónica social, estigmatizada posteriormente, tenía valores literarios, artísticos, humanísticos… y dependía de quien la hiciera. Martí publicó crónica social en los Estados Unidos de un altísimo nivel literario y con penetrantes mensajes; por supuesto, había cronistas en cualquier lugar cuya prosa resultaba muy afectada y hasta ridícula, y también los había intermedios. En Casal, el color ─lila, ámbar, blanco, azul…─ se ciñe, en ocasiones y de manera artificial, a los colores del crepúsculo otoñal cubano, no pocas veces ficticio, pero lo más importante fue la fascinación por hilos, hebras, plumas, tapices, vestuarios, joyas, marfiles… de los vestuarios y de los salones elegantes, que llegan a una deslumbrante artificiosidad. La fastuosidad del ambiente modernista creaba una atmósfera de encantamiento, especialidad de Casal en la prensa y en su poética. Mirada con los ojos de hoy, nos parece exageradamente artificiosa y por momentos, ridícula. Su éxito se establecía en la alternancia frecuente con la celebración de la belleza.

El periodismo literario casaliano es ejemplo de compromiso con la imagen pictórica. Se convierte en uno de los primeros críticos de arte cubano, al referirse a los retratos y paisajes de Guillermo Collazo Tejada, un artista de ideas separatistas que debió marcharse de Cuba y realizó casi toda su labor entre Nueva York y París. Sigue de cerca la retratística de Armando Menocal con dos artículos publicados en 1890 en La Discusión; Menocal fue uno de los primeros en sumarse a la Guerra de Independencia a favor de la libertad de la Isla. Casal publicó además en La Discusión “Academia de pintura. Dos cuadros”, artículo que elogia dos piezas de un artista joven, el Sr. Ibarbia, pero concluye advirtiendo que “quien vive enterrado en un país como éste no es posible que guarde la esperanza de ser, no diré célebre, sino conocido en parte alguna de la tierra” (Julián del Casal. Prosas, t. II, cit.).

Como parte de su concepción de la poesía cercana a la imagen visual, que consideraba un valor de elegancia, elogia también el “estilo pictórico”. Se extiende en este tema con Darío. Cuando todavía no lo conocía, publicó un elogioso trabajo periodístico y lo calificó de exquisito por aproximarse al gusto de la aristocracia, y proclamar la potencia de los espíritus élites, al margen de lo que piensen los críticos, la academia o la popularidad. En esa perspectiva, no repara en elogiar al casi desconocido joven poeta sevillano traductor de Musset, Manuel Reina, de solo 22 años, quien todavía no poseía “personalidad literaria”, según el propio artículo; sin embargo, veía en él un apreciable estilo colorista y le dedica un extenso trabajo analítico, sobrepasado en páginas para un desconocido. Como puede observarse, en este periodismo lo mismo se atendía a los consagrados que a los principiantes, aunque no se conocieran personalmente: la obra hablaba por ellos.

Abundantes colaboraciones en diferentes periódicos, especialmente en La Discusión, con el seudónimo de Hernani, convierten a Casal en uno de nuestros primeros críticos sistemáticos de la escena. La serie «Veladas teatrales» lo atestigua. En ellas describe los argumentos de las obras, muchos calificados de insulsos; comenta estrenos y opina sobre actores y actrices, no siempre de manera favorable; pondera la calidad de los parlamentos en relación con la música; celebra el buen canto y tiene oído para detectar los defectos. El crítico demeritaba las zarzuelas y el teatro de variedades de España; en no pocas ocasiones se burlaba del género o ironizaba, a pesar de su popularidad, por considerarlo colmado de “adjetivos sonoros, huecos y vulgares”; a veces, le resultaba “demasiado vulgar”, “insípido, monótono y desesperante”. Posiblemente albergaba prejuicios sobre el género. Se tomaba muy a pecho “la extirpación de un vicio social, el encumbramiento de algún desconocido que trate de elevarse por encima del nivel de la vulgaridad”, y asumía como gran responsabilidad del comunicador social elevar el “buen gusto”.

Algunos artículos ejercieron fuerte crítica hacia un tipo de espectáculo que le provocaba gran rechazo; vale la pena reproducir el final de su crítica sobre “Los payasos norteamericanos”: “Por más que el espectáculo me aburrió, me repugnó y casi me enfermó como aburre, repugna y enferma a los que tienen un poco de gusto artístico todo lo que procede del pueblo norteamericano, de ese pueblo que dejó morir a Edgard  Poe [sic], en la miseria, que compra las obras de los grandes artistas, no para venerarlas, sino para especular con ellas, y que no ha podido exponer, según los diarios parisienses, en la última Exposición de París, más que grandes máquinas, latas de conservas alimenticias y dientes postizos: me veo obligado a confesar, a fuer de imparcial, que los payasos norteamericanos han gustado a la mayoría del público habanero, produciéndole la impresión más agradable que la empresa pudo soñar” (Julián del Casal. Prosas, t. II, cit.).  Como puede observarse, fue muy definitivo o conclusivo en sus criterios y se informaba por la prensa francesa. Manifestaba, asimismo, demasiadas aprensiones hacia ciertas diversiones populares, especialmente los espectáculos circenses. A veces hacía el comentario de manera original en forma de diálogo, y otras, como se usaba en la época, lo matizaba con elementos ajenos al tema central.

Analizó la rivalidad de los teatros habaneros y elogió varias de sus funciones en beneficio de artistas que las merecían. Escarba y acierta en el suceso cultural más importante de su cotidianidad con mirada incisiva: una fiesta por el año nuevo, un “gran baile de trajes”, las “noches morosas” habaneras... Se atrevía a opinar de manera elogiosa sobre la utilidad científica de un congreso médico y comentaba la novedad del “hotel francés” Trotcha. Exalta la belleza del Centro Gallego, pero tiene ojos para ver a una pobre anciana de la calle “al borde del abismo”. Relaciona el verdadero sentimiento religioso y lo vincula con la misericordia hacia los pobres. Descubre la maravilla del ilustre Francisco de Albear en el Canal de Vento. Saluda la introducción del béisbol en Cuba. Le cuesta ver que nuestro carnaval es diferente al de Venecia. Cuenta anécdotas de interés para su público e intercala mensajes en que llama la atención sobre las personas invisibilizadas. Hace retratos femeninos que pocos periodistas varones se atrevían a escribir. Reparó en los oficios y en los estudiantes, en temas apenas tratados en nuestra prensa, como la atención a los perros callejeros. El periodismo de Casal fue muy útil desde el punto de vista social y moderno como narración, e incluyó lo especulativo, como una reflexión sobre la lluvia en la ciudad o la invitación a un viaje imaginario, y también, desde lo cultural, tuvo aciertos al incorporar sistemáticamente la reseña sobre un libro nuevo.      

Las prosas en revistas, con gran nivel de elaboración literaria, dejan confesión de una sinceridad dolorosa. En carta abierta a su amigo Carlos Noreña publicada en El Fígaro el 14 de septiembre de 1890, Casal ratifica a la tristeza como parte imprescindible de la belleza literaria. Su serie de «Cuentos amargos» e «Historias amargas» conforman relatos y estampas de seres desgraciados; otras narraciones traslucen el sufrimiento de individuos muy infelices. Los llamados «Bustos» atienden a personalidades más cercanas o estimadas. Valdría la pena comentar la semblanza dedicada a José Fornaris, un poeta de filiación y estética muy diferentes a la suya, quien “después de haber sido idolatrado por los hombres de su generación y escarnecido por algunos de la presente”, recibió los “tábanos de la envidia” por su enorme popularidad; Casal aprovecha este ejemplo para comentar: “El cierzo del escepticismo que sopla en la atmósfera moral, se ha introducido en nuestro espíritu, helándonos las creencias que habíamos heredado de nuestros antecesores y que, como aves ateridas por el frío, han muerto acurrucadas en los rincones de nuestro corazón” (“José Fornaris”, en Julián del Casal. Prosas, t. I, cit.). El elogio a Enrique José Varona en estos mismos «Bustos» insistió en recordar que para inculcar el espíritu de la ciencia a la juventud cubana era necesaria “la posesión de la libertad, estrella diamantina que faltaba colocar en la diadema de la patria, para que pudiera guiar a las generaciones futuras, con sus reflejos irisados, a la conquista de los más altos ideales humanos” (“Enrique José Varona”, en Julián del Casal. Prosas, t. I, cit.).

En el periodismo de Casal no hubo espacio para la Historia como discurso central, a pesar de que abundan historias personales de seres desdichados y que está presente una historia social y política subyacente entre las semblanzas y las biografías, las narraciones y los artículos de opinión. Tampoco escribió directamente de política, aunque sus ideas y mensajes infiltrados ratifican el sueño de una patria soberana y digna, repartido en cada elogio o rechazo, en cada trazo y opinión, con un sincero civismo y alto sentido de patriotismo. No sintió necesidad el periodista, y sobre todo el poeta, de dedicar algún trabajo en los medios a la religión, pero casi siempre que invocaba el nombre de dios era para pedir misericordia y su intervención para ayudar a los más desgraciados. Mucho menos se consideró apto para tratar asuntos relacionados con la Filosofía; sin embargo, no pocas veces usaba el pensamiento especulativo para referirse al tema que lo había obsesionado, tanto en el periodismo como en la poesía: la belleza.         

La muerte de Casal fue muy tomada en cuenta por sus coetáneos. Martí comentaba en Patria el 31 de octubre de 1893 sus “versos tristes y joyantes”, con una profunda crítica veedora, más allá de rimas y hemistiquios: “Murió de su cuerpo endeble, o del pesar de vivir, con la fantasía elegante y enamorada, en un pueblo servil y deforme. De él se puede decir que, pagado del arte, por gustar del de Francia tan de cerca, le tomó la poesía nula, y de desgano falso e innecesario, con que los orífices del verso parisiense entretuvieron estos años últimos el vacío ideal de su época transitoria” (Julián del Casal. Prosas, t. I, cit.). Esta última observación que señaló el papel del verso parisiense en su época, reafirma la genialidad del Apóstol. Martí aquilató el valor esencial del joven poeta y lo salvó para acallar a los extremistas ─tal como lo hiciera anteriormente con Heredia─, y enfatizaba una diferencia esencial: “No se ha de decir lo raro, sino el instante raro de la emoción noble y graciosa. Y ese verso, con aplauso y cariño de los americanos, era el que trabajaba Julián del Casal. […]. La América lo quiere, por fino y por sincero. Las mujeres lo lloran” (Ídem).

Ese mismo día Manuel Sanguily publicaba en Hojas Literarias: “Fue la vulgaridad lo que acaso repugnó más, y se esforzó a veces por colocarse a gran distancia de ella” (Julián del Casal. Prosas, t. I, cit.).  Ocho días después de su deceso, Justo de Lara en El Hogar, el 29 de octubre, publicaba: “Julián del Casal, viviendo en La Habana, vivía mentalmente en un París formado por su fantasía, mezcla del París de Gautier o de Baudelaire y del París de Verlaine y los poetas que hoy llaman decadentistas” (Ídem). Poco más adelante, Darío, en un envío a Enrique Hernández Miyares para una colaboración publicada el 17 de junio de 1894 en La Habana Elegante, reconocía que “…si Casal hubiese sido francés, Bloy le habría colocado entre sus ‘excomulgados’ y Verlaine entre sus ‘malditos’” (Ídem). Manuel Márquez Sterling escribió en octubre de 1902 en El Fígaro: “Casal fue un error de las musas, que lo enviaron a esta tierra anticipadamente” (Ídem).

Con el avance del siglo XX Casal fue objeto de no pocas incomprensiones, y, a veces, descalificaciones acusatorias de “afrancesado”, en medio del nacionalismo de los primeros años de la república, pues muchos no conocían bien al poeta y lo juzgaban a la ligera, tal y como Martí ─quien había profundizado en las verdaderas causas de su comportamiento─ había advertido que podía suceder. Algunos le exigían una militancia política que le fue imposible. José Antonio Portuondo contaba en 1937, en la serie «Habaneros Ilustres» de los Cuadernos de Historia Habanera: “Vestido de blanco sayal, trabajaba hasta altas horas de la noche en su habitación penumbrosa situada en la redacción de El País, que dirigía Don Ricardo del Monte. Muchas noches iba el crítico a charlar y discutir con Julián de versos y de pintura y hasta de política. Aunque al llegar aquí, Julián, que no era ducho en estas cuestiones, procuraba derivar la charla hacia más gratos asuntos. Alguna vez, no obstante, se habló con demasiada insistencia de la anexión de Cuba a los Estados Unidos, y Julián expresó que de interesarse revivir el viejo anhelo anexionista, él fundaría el partido anexionista francés” (Julián del Casal. Prosas, t. I, cit.).

En relación con el “afrancesamiento” de Casal, Lezama escribió un texto esencial: “Entre los espejuelos de plomo de Varona y la levita Gladstone de Montoro, Casal comporta entre nosotros un especial siglo XIX. Este siglo ha estado hasta ahora en manos de profesores mansuetos y de pasivos archiveros. Las consecuencias de eso han sido unas entecas, fúnebres estadísticas de valores, que propagaban el ruido del afrancesamiento de Casal, que fue entre nosotros la poesía de su época, mientras día a día intentaban reivindicar a los pesados autonomistas, que fueron la antipoesía de su época” (Julián del Casal. Prosas, t. I, cit.). Posteriormente, la figura de Casal continuó arrastrando los prejuicios de rústicos conservadores, no pocas veces disfrazados de ideólogos de avanzada, quienes se llevaban la mano a la cintura como buenos represores cuando oían hablar de cultura y descalificaban una belleza material que hipócritamente habían criticado, para después disfrutarla tan pronto como pudieron hacerlo, pero desprovista de la espiritualidad de la que Casal no podía prescindir.

Las previsiones de Lezama contribuyeron a estudiarlo mejor. En su poema “Oda a Julián del Casal”, alerta: “Cuidado, él sigue oyendo como evapora / la propia tierra maternal. […]. Permitid que se vuelva, ya nos mira” (El sol en la nieve: Julián del Casal (1863-1893), Cuadernos Casa 38, Serie Coloquios. Coordinadora Luisa Campuzano. Casa de las Américas, La Habana, 1999). Por suerte, ya Casal se sacudió de aquellas miradas dogmáticas. Hoy se estudia integralmente y en su contexto; incluso, teniendo en cuenta las transferencias entre los modernistas de América. El poeta Raúl Hernández Novás, en su poema dedicado a Casal, “El sol en la nieve”, y con un epígrafe imprescindible de Martí ─“Murió el pobre poeta y no lo llegamos a conocer”─ recordó: “La Patria enamorada latía oscura en su destierro. […]. La Patria esperaba a la Patria que viniera a salvarla de su abismo” (Ídem).

 


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