A veces, por la elocuencia de su verbo y de su prosa, su capital cultural parece ilimitado. Incluso a quienes ya tienen entrenado el oído para asimilar sus descripciones minuciosas de épocas y sucesos —así fuere de una realidad remota—, Eusebio Leal Spengler no deja de sorprenderlos. Así sucedió, por ejemplo, este 28 de enero, durante el acto oficial en el cual fue develada la estatua ecuestre de Martí, en el paseo que desemboca en el Museo de la Revolución.
Ejercitando la memoria, y recurriendo a la esencia autodidacta, que es su don natural característico, Leal esbozó el perfil del mártir de Dos Ríos, apelando con soltura a significativas referencias hipertextuales que denotan un conocimiento profundo de esta figura de resonancia universal. Cuando todo parecería ya dicho, describió hasta la vegetación que, cual escenografía, resultó telón de fondo de ese «teatro de la muerte».
No brotó esta sutil pincelada de la fecunda imaginación que el mundo reconoce y admira en el Historiador de La Habana. Ello es fruto de la lectura puntual de cuanto pueda reconstruir los episodios de una existencia demasiado breve y fragmentada entre varias regiones geográficas.
Tampoco hay que olvidar que se precia de ser un hombre intuitivo, presto todavía al estudio. En sucesos trascendentales como el que recién presenciamos, suele la víspera acogerse a la meditación, al recogimiento y la autoreflexión.
Entonces vuelve a repasar toda la información que posee, extrae mentalmente los pasajes que le podrían resultar provechosos para tocar el corazón de su auditorio, y se lanza a la improvisación, para pasmo de un expectante, cautivo público, que le sigue siendo fiel.
En una ocasión Alfredo Guevara me contó que a sus 19 años, su condiscípulo Fidel Castro le manifestó su concepto de la intuición: «El resultado subyacente en la conciencia, en el pensamiento, de la experiencia, de las reflexiones, de lo leído, que después se transforma y llega el aviso en el momento preciso para ayudarte a encontrar la respuesta con una velocidad enorme».
Amén de otros valores como pieza de oratoria, su intervención de marras convida a leer a Martí no fragmentariamente, como sucede con cierta recurrencia, sino en su universalidad, sin escatimar su contexto, su ámbito familiar, sus preocupaciones…
No es fortuito que Leal se entregase a la lectura apasionada de su Diario de campaña, y de clásicos como Martí el apóstol, de Jorge Mañach, y mucho más tarde Vida y obra del apóstol José Martí, de su fraterno Cintio Vitier, sin escatimar otras aproximaciones a esta figura insondable, a cargo de martianos cabales como Manuel Isidro Méndez, Gonzalo de Quesada y Luis García Pascual.
La magia de una biblioteca pública
Ante tamaña muestra de erudición, cabe preguntarse cómo se gestó ese lector leal que ahora mismo reverencia la 27ma. Feria Internacional del Libro.
Todo comenzó en la Biblioteca Pública, radicada en el edificio de la Sociedad Económica de Amigos del País. En esa institución del Paseo de Carlos III podemos enmarcar el primer contacto del niño, vecino de Hospital número 660, entre Valle y Jesús Peregrino, con un bien que considera absolutamente inconmensurable: el libro.
Criado prácticamente solo por su madre, Silvia, una mujer que debió asumir labores domésticas y ejerció como conserje en una escuela, en aras de sufragar la educación elemental de su único hijo, como no podía adquirir los textos, en la quietud de aquella sala se extasiaba con los relatos inmortales que consagraron para siempre sus ansias de nuevas lecturas.
«Los libros bellos de finas encuadernaciones, ricos en cromos y grabados, resultaban incomparables. Nuestros primeros libros de solaz fueron de las ediciones populares de Sopena, de Argentina; la inscripción en la sección infantil de la Biblioteca nos daba la posibilidad de leer, extrayendo y devolviendo con rigurosa puntualidad, los mejores cuentos, novelas y narraciones», rememoró en una crónica aparecida en Juventud Rebelde el 5 de agosto de 1989.
Inquieto hasta lo inaudito, cuando desaprobó el tercer grado, su profesora, la Doctora Silvia Oliva, le dedicó el libro Corazón, de Edmundo de Amicis, en cuya página inicial estampó apenas dos palabras: «Eusebio, estudia». Tras seguir la solemne advertencia, dicho volumen le ayudó a crecer emocionalmente.
Otro tanto resultaría la colección de El tesoro de la juventud y El principito, de Antoine de Saint Exupéry, que lo introdujeron en la problemática filosófica que jamás abandonará al ser humano. Una frase, convertida en emblema de varias generaciones, le quedó prendida del alma: «Solo se ve bien con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos». De entonces a acá, tal vez ni él mismo lleve la estadística de cuántos baobabs debió espantar o solucionar.
Además de la predilección por los libros ilustrados, Leal ha confesado su espanto natural hacia las llamadas ciencias puras (la matemática, la física y la química). También el no haber podido desprenderse, durante años, de las aborrecidas faltas de ortografía, cual reflejo de una formación escolar que se vio truncada en el tercer grado, y que no retomara hasta después del triunfo de la Revolución, a punto de cumplir sus 17, cuando «la edad de los fiñes había terminado».
Por esa fecha tuvo lugar un evento crucial que marcaría su destino: el encuentro con el Doctor Emilio Roig de Leuchsenring, director de la Oficina del Historiador de la Ciudad, entidad de larga data, entonces supeditada al municipio de La Habana, y tras lo cual él mismo se convertiría en empleado municipal.
La historia lo ganaría para siempre, cuando su predecesor le obsequió los Cuadernos de historia habanera y los tres tomos de Los Monumentos Nacionales de la República de Cuba, que eran «casi inconquistables». Allí, como diría el Apóstol, rompió su corola la poca flor de su vida.
Poco a poco, ya sin el manto moral que supuso Roig, el joven labró su propia senda a golpe de esfuerzo, sin dádiva. A juzgar por los testimonios de quienes comenzaron a seguirle en fecha tan temprana como la década de los 70, puede inferirse que ya entonces Leal exhibía una notable capacidad intelectiva y crítica, pese a que en aquellos momentos fue que se produjo su ingreso a destiempo en la Universidad de La Habana, específicamente en el curso para trabajadores de la Escuela de Historia.
En una carta personal, Carlos Rafael Rodríguez le confiesa que sus primeras impresiones apuntaban a que se podía esperar de él cualquier cosa. Alfredo Guevara, quien desde entonces y para siempre le profesó una devoción protectora, en epístola a un amigo común, Ignacio Ramonet, lo definía como una fuerza incontenible de la naturaleza, «pero fuerza de civilización, de cultura».
Se dice que fue Horacio, el poeta romano, quien acuñó la frase carpe diem, que significa «aprovecha el momento». A ello se consagró, luego de vencer el desafío que supone lo ignoto. En tal sentido, para consolidar el bagaje cultural que nos asombra, debió, como reconoce, «atravesar el desierto del Sahara que supone comenzar un libro, hasta que uno empieza a escuchar, en el silencio de la lectura, una voz, escogida por nosotros y sintonizada en nuestro propio radio interior; una voz, siempre la misma, que nos cuenta la historia que estamos leyendo. Ya no son solamente los ojos y la letra; es una voz interior. Y cuando termina un capítulo, o cuando se llega al libro ilustrado, es como quien arriba de pronto a un puerto seguro y puede descansar».
Sin jerarquizar lecturas cubanas o extranjeras, en los escasos momentos de reposo físico que le dejaba su faena para levantar e impulsar la gesta del Centro Histórico, se «bebió» los más disímiles episodios de la Revolución Francesa, lloró y soñó con Los miserables, de Víctor Hugo, y se entusiasmó al conocer pormenores del auge y decadencia del imperio napoleónico.
Providencial resultó el muy publicitado Bomarzo, del argentino Manuel Mujica Láinez, quien nació, como él, un 11 de septiembre. En ese fresco de la Italia y sobre todo de la nobleza del siglo XVI, que tiene como eje al duque Pier Francesco Orsini, se funde el realismo con aquello que nuestro genial Alejo Carpentier nombraría lo real maravilloso.
Y es que Eusebio considera la novela histórica como un canto a la ilusión donde siglos y tipos humanos se eslabonan, concatenan. Cierto que existe una vocación marcada por la antigüedad clásica y la prolijidad renacentista. Ello convierte a Leal en una rara avis, en una especie de sujeto intemporal. En palabras de Flaubert: alguien que siente como propia la «melancolía del mundo antiguo».
Camino al don no revelado
De cualquier forma, le apasiona vivir esta época y no se siente fugitivo de ninguna otra. Ni siquiera de un periodo apasionante para la historia de Cuba como lo es el siglo XIX. De hecho, si se le interroga sobre este particular, suele especular sobre qué habría sido de él si de pronto hubiese nacido esclavo en un barracón, o peor aún, no haber tenido el arrojo para alzarse en armas contra la metrópoli española, como lo hizo un puñado creciente de patriotas a los cuales veneramos.
De nuestra saga libertaria, vuelve cada cierto tiempo a José Luciano Franco y José Miró Argenter, a Raúl Aparicio y su Hombradía de Antonio Maceo… Y claro que, como cespediano mayor, al Padre de la Patria, la piedra angular del arco en el cual se sostiene nuestra cubanía. Empezando por los tres tomos de Carlos Manuel de Céspedes. Escritos, de Hortensia Pichardo y Fernando Portuondo y el Diario perdido, que contiene los apuntes y reflexiones del iniciador de la Revolución en un periodo particularmente dramático de su trayectoria personal y como hombre público: los tres meses que precedieron a su deposición como presidente de la República en Armas y los avatares que condujeron a su reclusión en San Lorenzo, donde el 27 de febrero de 1874, víctima de una emboscada vil, su cuerpo herido de muerte se despeñó por un barranco.
De igual modo vivió los avatares de otros próceres, padeció sus angustias y quebrantos. Se imaginó parapetado en el balconcillo por donde pudo escapar de una celada Simón Bolívar, en aquella noche decisiva que Indalecio Liévano Aguirre describe de modo magistral.
Al final, termina apostando por la poesía, porque mientras la historia apela al retrato, a recomponer el cómo fueron los acontecimientos, la poesía nos lega el cómo debieron ser.
El ya aludido Alfredo Guevara, más que referente, se convirtió en uno de sus mentores intelectuales. A él correspondió poner en manos de Eusebio dos volúmenes de la célebre Margarita Yourcenar, que dejaron huella profunda: Memorias de Adriano y Opus nigrum.
Como Zenón, Eusebio devino alquimista y asumió el llamado a conquistar un don, su camino, el cual no estaba del todo revelado, por más que el espíritu de un humanismo singular palpite en ambos personajes.
Del austriaco Stefan Zweig admira el estilo literario, la soltura narrativa de relatos biográficos como Fouché y María Antonieta, así como los que describen las peripecias de los navegantes y conquistadores Vespucio y Magallanes.
El Padre Las Casas se convirtió para él en emblema de hidalguía, tras la lectura de la Brevísima relación de la destrucción de las Indias, donde el fraile dominico dio cuenta del exterminio que sufrieron los aborígenes que poblaban el archipiélago. Sobrecogido, el historiador en ciernes sintió en carne propia el martirio de sus ancestros, criaturas indefensas que poco sobrevivieron al yugo del coloniaje.
Salvando las distancias, heredera de esa misma denuncia puede considerarse Visión de los vencidos, de Miguel León Portilla, tratado antropológico y cultural que aborda episodios de la conquista de México y enaltece las culturas indoamericanas, volumen que marcó el inicio de un nuevo tipo de historiografía.
Una forma de inmortalidad
Al final, los libros siempre le evocan la inmortalidad, porque vidas y hombres se prolongan más allá de sus páginas. Pero no se conforma, indaga. Se preocupa por la hoja de vida de los autores, circunstancia que puede encerrar la clave de la obra en cuestión. Se apropia de su significado, casi como una posesión intransferible. De hecho, no presta libros. Los regala.
Leyó incansablemente a los del Siglo de Oro español. También a Heredia, a la Avellaneda, al presbítero Félix Varela y sus Cartas a Elpidio, convencido de que no hay patria sin virtud ni virtud con impiedad.
Del XIX, sabemos que valora en alto grado las apreciaciones del sabio ilustrado Barón de Humboldt en su Ensayo político sobre la Isla de Cuba; de naturalistas como Ramón de la Sagra y su primorosamente ilustrada Historia física, política y natural de la Isla de Cuba, y las narraciones autobiográficas de la Condesa de Merlín y de Fredrika Bremer. Aunque, como se ha visto, le seducen los diarios y memorias no solo de ilustres viajeros, sino también de figuras de la historia cubana y universal.
Fundamentales para la comprensión de otras aristas de la ciudad que hace cinco décadas ayuda a respirar, resultaron el célebre ensayo carpenteriano La ciudad de las columnas, y los tratados de Lezama sobre la insularidad desde un enfoque sentimental que permita justipreciar esa «cultura de litoral».
En otro sentido, tan distintas la una y la otra, Dulce María Loynaz y Fina García Marruz constituyen damas tutelares, en las cuales el lenguaje castizo y metafórico se aúna para entregarnos obras de una solidez a prueba del tiempo. El complemento serán las tertulias, diálogo frecuente y solo interrumpido por el fallecimiento de la primera y la avanzada edad de la segunda (en abril arribará a sus 95 años).
Coincidentes en el tiempo, sobresalen en su arcón personal el manifiesto de la eticidad cubana que preparó Cintio Vitier, inspirado en la frase de un apotegma de Luz y Caballero: Ese sol del mundo moral. Y, desde luego, Cimarrón, de Miguel Barnet, apasionante testimonio del longevo exesclavo y mambí Esteban Montejo, texto que le proveyó ese escaso deleite de dejarse arrastrar, de un tirón, hasta el final.
Por otra parte, en esta radiografía inconclusa, casi al vuelo, no podría dejar de mencionar como corolario el hecho de que, como cristiano de ley, poseedor de una visión ecumenista de la religión, La Biblia es una presencia indeleble.
Con la sapiencia de su dilatado accionar pedagógico, la Doctora Beatriz Maggi recomendaba no relegar nunca el valor ancilar de la lectura: leer y, en consecuencia, apropiarse de la lengua. Admira pensar que quien a los 17 años no había podido extirpar las faltas de ortografía, hacia 1975 matricula la carrera de Historia, y después de dar a conocer sus primeros libros, ingresó, por derecho propio, en la Academia Cubana de la Lengua, donde hasta hoy demuestra cuán amplio es su dominio del idioma y sus casi infinitas posibilidades expresivas.
Su angustia filosófica, antes y ahora, no era otra que la búsqueda de la verdad, de lo razonable, del sentido común de las cosas. «Y es que el conocimiento no se adquiere sino leyendo y estudiando. Alguien afirmó que el hombre es lo que leyó; yo mismo fui los libros que leí. Pero también es importante señalar que la cultura es lo que queda en nosotros cuando ya hemos olvidado lo que leímos una vez en los libros».
No le falta razón a Ambrosio Fornet, uno de nuestros más lúcidos intelectuales, cuando afirma que a través de la lectura pueden hallarse las respuestas a las preguntas que nos hagamos sobre el universo, y que el diálogo que se produce en esta circunstancia permite activar zonas a veces inexploradas en uno mismo.
Leal apuesta por la sabiduría, porque esta coadyuva a descifrar los misterios de la vida, a enfrentar los más terribles desafíos con serenidad, con mano fría y corazón caliente.
Siempre subjetivo y desacralizador de los procesos históricos, en su lucha por la integralidad, por no obviar cualquier acento, a través de la lectura, tanto de las obras literarias o científicas como de los documentos, que han sido leitmotiv de su existencia, defiende que es preciso explicarlo todo sin omisiones, pues la manipulación y el silencio solo generan decadencia.
En un mundo cada vez más enigmático y enrevesado, sin subestimar el valor de lo inmaterial —partiendo de que primero viene el sentimiento y luego el conocimiento—, en un periplo creador que ya supera el medio siglo, el Leal lector se emancipa, se enriquece, y llega a alcanzar la sensación de plenitud. Al menos esto, lo asume como un deber irrenunciable.
No olvidemos que el cultivo de la inteligencia requiere interpretación, interpelación de lo leído. Hasta que los libros se vuelvan nuestros más caros afectos, cual legado indestructible. Otra cosa sería burda entelequia.
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