El fracaso de los estados nacionales


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La lectura de mapas antiguos, tratando de interpretarlos de acuerdo con la realidad de su momento, nos lleva a una comprensión más objetiva y profunda de los actuales. En ocasiones se producen estallidos que parecieran no tener sentido; los problemas que los ocasionan han estado como soterrados, y a veces resurgen aspiraciones, como las autonomías, en regiones que creíamos estables: sin ciertas nociones sobre la historia de esos pueblos, no entendemos. Cuando uno revisa un mapa de Europa de 1648, año en que se firmó la llamada Paz de Westfalia para concluir la Guerra de los Treinta Años en Alemania, con la participación del Sacro Imperio Romano-Germánico y sus Provincias Unidas, la monarquía hispánica y los reinos de Francia y Suecia, se tiene mejor base para aproximarse a algunos de los actuales conflictos europeos. En este mapa, España, que desde hacía siglos había logrado la dispar unión de las coronas de Castilla y Aragón, muestra no pocas complejidades: el reino de Castilla comprendía Navarra y los gigantescos territorios de “las Indias”, mientras el de Aragón abarcaba las islas de Sicilia y Cerdeña, el reino de Nápoles, el Estado de los Presidios, los territorios del Círculo de Borgoña —que incluía Franco Condado, Países Bajos y Charolais—, el Milanesado, el Marquesado de Finale, así como las Indias Orientales Españolas y el África Española: un imperio donde nunca se ponía el sol. El reino de Suecia era inmenso y fue creciendo mucho hasta 1658, cuando alcanzó su máxima extensión bajo el reinado de Carlos X Gustavo, duque de Bremen, con territorios que hoy no pertenecen a la actual Suecia. La Mancomunidad de Polonia-Lituania ocupaba un área vastísima, hasta el límite con Crimea. Austria y Hungría eran reinos poderosos y unidos, con gran influencia en la Transilvania. Irlanda era un solo territorio, aunque dividido por cuestiones religiosas, y la isla grande, Gran Bretaña, comprendía Inglaterra y Escocia. Las actuales Alemania e Italia eran un mosaico de principados, pequeños Estados, ciudades-Estados, ducados... El Imperio Otomano tenía en su poder a los Balcanes y se metía dentro de Europa. El dominio del Zar de todas las Rusias era otro mundo, un poco más alejado que en el presente.

Con la formación del Estado-nación, se puso fin a las organizaciones feudales para dar paso a un desarrollo de orden capitalista, caracterizado por delimitar un territorio con su población bajo un gobierno vinculado a reyes de esos sitios o de otros, que organizaba la economía y sus formas comerciales, la sociedad y la política con sus instituciones, e implantaba su cultura y religión, según la conveniencia de los que se irguieron en representantes de la nación. Esta organización nunca fue estable, ni siquiera en el continente donde nació. Las guerras continuaron y los mapas siguieron cambiando, y todavía en el siglo XX, los dos sangrientos conflictos bélicos mundiales demostraron lo fallido de la formación de Estados nacionales.

En otros lugares donde ni siquiera existían condiciones mínimas de desarrollo burgués que diera base a la idea de nación, ese ordenamiento político-territorial mostró gran vulnerabilidad, fragilidad y desequilibrios, como ocurrió en la actual América Latina continental, después de independizarse de sus respectivas metrópolis española y portuguesa. Las guerras civiles entre terratenientes y oligarcas dejaron una inestabilidad que provocó diferentes conflictos, cada uno con sus particularidades. Sería un error asumir la homogeneidad de ese enorme territorio, bajo el esquema de un poder central del Estado-nación burgués, bajo un “pacto social” de toda su población y consenso ante leyes, políticas y medidas, sin tener en cuenta cuánto han influido en el perfil de sus países las pugnas de grupos que dominaban la política o los intereses geopolíticos de imperios que manejaban áreas de influencia en determinadas zonas. El político que pretenda desconocer estas peculiaridades, encontrará oposiciones que, bajo determinadas circunstancias, endógenas o inducidas desde el exterior, podrían hacerse muy violentas, pues sus causas históricas no han desaparecido completamente.

Aunque no lo parezca, en Europa hay muchos casos latentes y pendientes, o patentes ya revelados, como resultado del fracaso del Estado-nación. España tiene a la Cataluña —centro de lo que fue un gran reinado moderno que se “atrasó” por el matrimonio de Fernando con Isabel de Castilla— aspirando a la autonomía o la independencia, al igual que el País Vasco, que durante la Edad Media ya había obtenido una amplia autonomía, riqueza y cultura. Menos se conoce que en la próspera e industrializada Baviera no todos están contentos con pertenecer a Alemania, y argumentan que el Estado bávaro existía antes que el alemán, con diferencias culturales y religiosas. De mayor complejidad son las contradicciones en el desunido Reino Unido, con los reclamos de una parte de la población de Escocia e Irlanda del Norte; casi la mitad de los escoceses, que históricamente habían sido conquistados por los antiguos irlandeses y fueron un Estado independiente hasta 1707, no han renunciado a sus aspiraciones autonómicas, mientras muchos irlandeses del norte se sienten todavía colonizados por los ingleses, y sus diferencias con lo que los británicos llaman Úlster —‘la provincia’—, se basan en fuertes razones culturales y religiosas que llegan hasta nuestros días. Independientemente de las notables diferencias entre los franceses del norte y del sur, el Estado francés no ha sellado definitivamente la aspiración de autonomía de corsos, cercanos en lengua, costumbres y tradiciones a Italia, pues Córcega, hasta 1768, pertenecía a la República de Venecia, y fue comprada por Francia. En Italia la mayoría de los pobladores de las ricas regiones del norte, como Lombardía y Véneto, desean separarse del resto; e igual ocurre, tal vez en menor medida, en la isla de Cerdeña y otras regiones. Flandes muestra notables diferencias culturales con el resto de Bélgica, porque su inicial condado fue repartido entre Francia y Holanda—hoy llamada Países Bajos— y el reino de Bélgica, creado en 1839, cuya capital, Bruselas, estuvo y continúa incluida dentro de las provincias del Flandes, en un aplazamiento de descontentos aún no resuelto. 

Polonia, país de riquísima tradición cultural y científica, tuvo un reino inmenso en la Edad Media, desgajado por particiones y ocupaciones extranjeras sucesivas en su complejísima historia, que alteraron su geografía hasta la II Guerra Mundial; a pesar de recuperar parte del enorme territorio arrebatado por la Alemania de Hitler, perdieron casi la mitad de su área geográfica en la frontera con la URSS; la Alta Silesia, con raíces alemanas y fronteras con la República Checa y de larga disputa histórica, pretende lograr una autonomía similar a la de antes de la guerra; por otra parte, la  animadversión contra los rusos de casi todos los polacos, persiste. Después de la separación entre la República Checa y Eslovaquia—Checoeslovaquia existió desde 1918 hasta 1992, con diversos nombres, fronteras y estatus—, parte de los habitantes de la región checa de Moravia —llegó a ser independiente como Estado en 833—aspiran a mayor autonomía, aunque no a la separación. La histórica Transilvania fue asimilada por el reino de Hungría en 1003 e incorporada luego a Rumanía, no sin disputas históricas con los magiares, que dejaron allí una fuerte cultura—los alemanes cedieron a Hungría parte del territorio transilvano cuando la invadieron y en 1940 los soviéticos obligaron a los rumanos a la cesión a su favor de una amplia porción de su territorio—;después de la caída del socialismo en 1989, las exigencias a Rumanía de la autonomía de Transilvania están apoyadas desde Hungría, y algunos de sus habitantes mantienen prejuicios hacia los rusos.

Por su parte, Chipre, isla de Europa y de Asia, está dividida en dos: la República de Chipre y la República Turca del Norte de Chipre, esta última separada desde 1983 con ayuda militar de Turquía, sin que haya sido suficiente la mediación de la ONU para eliminar esta artificial separación. El reino de Dinamarca, una de las monarquías más antiguas del mundo, incluye además del propio territorio europeo, la Groenlandia americana y las Islas Feroe, en el Atlántico norte; ambas regiones, aunque relativamente autónomas, mantienen movimientos independentistas con apoyo popular para la separación plena de Dinamarca; se da el raro caso de que tanto Groenlandia como las Islas Feroe, no pertenezcan a la Comunidad Económica Europea aún formando parte del reino de Dinamarca...Todavía perviven casos de insólitos coloniajes, como el enclave de Gibraltar, territorio británico de ultramar situado a la entrada de la bahía de Algeciras en España, que reclama su soberanía. Estos y otros conflictos explican en parte que se haya frustrado la aspiración de una Unión Europea fuerte, porque estuvo construida sobre bases muy débiles.

Las diferencias históricas entre pueblos de regiones que tuvieron desarrollos económicos, sociales, culturales, religiosos y políticos muy desiguales, o rivalidades antagónicas difíciles de resolver, aún pesan en los conflictos actuales de Europa o de cualquier lugar, y alimentan separaciones y autonomías. Pareciera que todavía transitamos por la prehistoria de la humanidad, porque no se ha avanzado lo suficiente en la verdadera emancipación de los pueblos. Lastra el estrecho y arcaico pensamiento nacionalista de los siglos XVIII y XIX que acompañó al capitalismo premonopolista y en su momento fue revolucionario, pero hoy es reaccionario. No es cierto que por pertenecer a una unidad mayor plurinacional se pierdan valores de identidad, independencia, libertad y emancipación; el error consiste en construir esa unidad sobre la base de la opresión capitalista en que predomina la propiedad privada sobre los medios de producción, y por tanto, continúan la explotación y el saqueo: lo decisivo es el capital y no la sociedad, da lo mismo desde posiciones neoliberales o proteccionistas. El desamparo actual de muchos países y sectores frente a la pandemia lo visibiliza. Si bien es cierto que cada estructura o modelo de organización deber responder a objetivos y aspiraciones culturales, sociales y económicas de cada pueblo —incluso, de cada ciudadano de cualquier pueblo—, la exacerbación y el desequilibrio de ciertos sentimientos sin tener en cuenta al “otro”, han provocado nacionalismos e ideologías primitivas, conservadoras y retrógradas, capaces de conducir a nefastos totalitarismos y colosales injusticias que han retrasado el progreso social de la humanidad.

Ese camino, desgraciadamente, sigue abierto y enmascarado bajo nombres y lenguajes atractivos, y caricaturas de liderazgos que pueden resultar seductores para atraer a seguidores ingenuos. El idealismo romántico y revolucionario que forjó la estructura nacional y los elementos ideológicos de las patrias —en el caso latinoamericano en el momento emancipatorio contra el colonialismo—, deberán abrirse paso hacia la estructura que necesita el planeta para la sobrevivencia y la humanidad para vivir en paz. Superada la fraternidad de los burgueses franceses del siglo XVIII, necesitamos el internacionalismo socialista de nuestra nueva era, que parte de bases humanistas de solidaridad no selectiva por clases sociales, igualdad sin igualitarismo, respeto a todas las diferencias y justicia social con semejantes oportunidades para todos, previstas por José Martí cuando expresó: “Patria es humanidad”.

 

 

 


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