Así describe Manuel de la Cruz el interior de la casa bohemia de uno de sus amigos escritores hacia 1886 en La Habana Elegante:
Era un aposento en que siempre era de tarde, húmedo y ahumado; el suelo estaba cubierto por una espesa capa de papeles: periódicos nacionales y extranjeros, semanarios, revistas, ilustraciones y trizas de cuartillas; arrimadas a las paredes había numerosas tongas de libros, unas derribadas, otras amenazando derrumbarse; en el centro, y junto a un catre que era lecho y butaca, había un baúl enorme, forrado en cuero carcomido y lleno de calvicies, que desempeñaba funciones de armario, de velador y de escritorio. Era el mueble típico y emblemático. [1]
Quiero pensar que este es el mismo baúl que había llegado un día de 1885 con el equipaje del joven Aniceto Valdivia, lleno de libros con grandes novedades literarias que se iba a apropiar con deleite y pasión Julián del Casal, y que poetas y literatos amarían o aborrecerían con las consiguientes polémicas y saludables sacudones a una literatura entrampada aún en vicios neoclásicos y románticas repeticiones. Por entonces el joven Casal contaba 22 años, Valdivia 28, Manuel de la Cruz 24, Enrique Hernández Miyares 26 y Juana Borrero, apenas 8…
Sin embargo, el mítico baúl que nos traía textos parnasianos, simbolistas y decadentes, podría haber tardado años en irradiar sus influencias renovadoras, oculto en un desván, o en la biblioteca privada y ornamental de algún buey de oro… Pero era propiedad de un personaje extravagante, comunicador y hasta escandaloso, que parecía nacido para llamar la atención del universo mundo sobre la nueva literatura francesa. Era periodista y traductor, había hecho versos y obras de teatro, y escribía sin cesar con un estilo amanerado y poblado de metáforas altisonantes, aunque supo a veces conseguir una prosa limpia y mesurada, una molicie extraña y desordenada le impidió sostenerse en ella.
Había salido de Cuba con su madre a la edad de catorce años para estudiar en España, donde ya graduado de abogado obtuvo cierta resonancia como dramaturgo, polemista, traductor y poeta en Madrid, pasó brevemente por París y luego de haber ocupado por poco tiempo un cargo en la administración de Puerto Rico, regresa a La Habana portador de una cultura literaria actualizada, con una tenaz vocación de mediador y promotor cultural, periodista, tertuliano habitual, aquejado de una inclinación incurable por el abuso de la metáfora, la adjetivación, el floreo y toda clase de amplificación. Sin embargo, al acercarme hoy a sus textos, a su biografía y a su bibliografía pasiva donde se cuentan testimonios y valoraciones de muchos escritores cubanos de primera fila, otros menores y muchos de ellos amigos y conocidos, me asombro al reconstruir la imagen de un hombre que resulta ser uno de los imprescindibles intermediarios y propagadores de la renovación literaria en las páginas del Fígaro, de La Habana Elegante y de La Lucha, en tertulias, crónicas, gacetillas, prólogos, traducciones, discursos y críticas literarias, especialmente teatrales.
En los años de la guerra del 95, fue al exilio, hizo periodismo a favor de la independencia de Cuba en México y luego en Estados Unidos colaboró con la guerra; en los días republicanos tras unos años como diplomático (1911-1914), donde no dejó de escribir, vuelve a La Habana y a su periodismo cultural hasta su muerte. Es uno de los eslabones que teje la cadena de la cultura cubana. Nadie fue más atacado por las debilidades estilísticas de su estilo, y nadie tampoco fue más perdonado y aceptado. Lo criticaban como pidiéndole permiso y rodeando la más tremenda dureza con una delicada dispensa apoyada en muchos argumentos. En un “cromito” implacable escribe Manuel de la Cruz:
Valdivia es superior a la reputación equívoca que le han ganado sus trabajos. Es tan superior a su obra que si hiciera la debida penitencia y tuviese la suficiente abnegación, podría, si no borrarla, eclipsarla con un libro, aunque aprovechase para su composición los elementos más preciados de su abigarrada cosecha. [2]
Y en 1903, Manuel Sanguily lo llama “loco Sultán de nuestras letras” y le atribuye una “imaginación omnimetafórica” en un artículo del Fígaro donde lo valora de este raro modo: “…el hombre, a quien quiero mucho, me desconcierta; y el escritor, que por muchas cualidades admiro, me irrita a menudo. El hombre es amable y frío, risueño y mordaz, cariñoso y a la vez seco, un conjunto extraño y heteróclito de cualidades confusas y que es natural que confundan.” [3]
Años después, en 1958, Cintio Vitier se indigna de las opiniones de Manuel de la Cruz, que echa en el mismo saco a Julián del Casal, José Martí y Aniceto Valdivia como representantes de “la imaginación en la crítica”, lo que califica de “desenfoque monstruoso”, aunque lo considera posible dentro de la época en la que la mayoría de los críticos de nuestro ambiente rechazaba la coloreada y sinestésica prosa modernista. Y luego de rechazar “el atolondrado culto a los símiles, a la ampulosidad y el ditirambo” del Conde, reconoce que era capaz de escribir con “sobriedad y señorío” como lo hizo en su ensayo “La moderna Noruega” (1910) o en el discurso de recepción a la Academia de Enrique José Varona (1917). [4] Reconoce Vitier su condición de buen traductor de autores franceses y menciona “el encanto de su persona” para terminar escribiendo que “La posteridad, atenta solo a las obras, suele ser injusta con hombres que, como él, llenaron sobre todo una función de animadores, vehículos y contagiadores de la literatura que en su momento era de más difícil acceso y más apetecida por los jóvenes”. [5]
De modo que esta insoslayable figura de nuestro acervo cultural es una rara pieza cuya entrada y consolidación en la vida cultural de La Habana finisecular puede explicarse en el contexto de lo que en nuestra historia se ha llamado “la tregua fecunda”, el período que media entre las dos guerras de emancipación con todos sus brotes y rebeldías, dentro de un panorama de desgaste moral y corrupción generalizada. La inteligencia de la isla, sus poetas, científicos, académicos y otros letrados se esforzaba por escapar al retraso metropolitano que en su versión isleña, se entrampaba en un horizonte estrecho, censurado, cerrado a toda renovación. Al comienzo de los ochenta tertulias y revistas seguían revisando un romanticismo tardío y apenas si se asomaban a las nuevas literaturas ya establecidas en Francia.
Julián del Casal, con una sensibilidad poética extraordinaria, se ensimismaba en las lecturas de los libros de la biblioteca de Ramón Meza, apenas adivinando otros horizontes que respondieran mejor a sus necesidades expresivas. Y entonces llega Valdivia con su baúl y su pasión de intermediario. Abandona la biblioteca de su amigo y se sumerge en el maravilloso arcón donde lo esperan Théophile Gautier, François Coppée, Catulle Mendès, Heredia Girard, Leconte de Lisle, Sully Pudhomme, Baudelaire… y Aniceto Valdivia, que va a ser su amigo, compañero de tertulias, conversaciones, escrituras y traducciones, el heraldo de la última noticia.
En lo adelante, ellos y apenas algunos otros poetas y periodistas construirán el imán de la modernización literaria en las revistas cubanas, que se poblarán de cuentos que aspiran a ser formas de la poesía, donde asoma la visión plástica, el haz de impresiones, donde balbucea el símbolo… y allí estará Valdivia acompañando y nutriendo con aciertos y desaciertos, junto a Casal y sus dos o tres amigos hasta el día de su muerte en el cementerio, donde lo deja en medio de una consternación que nunca lo abandonará del todo, como puede leerse en sus repetidos escritos de homenaje a Casal o como en el recuento de recuerdos del poeta dispersos en las diversas formas de su periodismo incesante. Así sucede incluso al conmemorar los treinta años de su fallecimiento en las páginas de El Fígaro en 1923, [6] o cuando un año después de su muerte en un texto literario que llama “Diario de Kostia” [7] publicado en dos partes en 1894 en esa misma publicación, se describe en su gabinete de este modo: “Hojeo mi colección de grabados de Moreau y de Millet —único recuerdo material que conservo del pobre Casal—. Esas escenas toman, en la penumbra, un relieve extraño, y temo que esas existencias muertas, o que no han vivido, se muevan en sus páginas usadísimas.” [8]
Lo más curioso de todo, es que Valdivia nunca escribió literatura modernista. Su enorme labor periodística, como crítico, como periodista y traductor llena muchas páginas de las revistas cubanas –El Fígaro, La Habana Elegante, La Lucha, entre otras–, y en ellas leemos mucha crónica de sociedad, discursos, gacetillas que van de textos de un afrancesamiento alocado y superficial, cargados de metáforas y símiles, a otros un tanto más tersos, pero siempre más cerca de preceptos románticos con toques neoclásicos que de lo que es verdaderamente la prosa modernista. Cuando afrancesa el texto falta la sensibilidad moderna, el sostenido temblor sinestésico de los modernos; barruntamos a Víctor Hugo o a todo lo más al plástico Gautier.
Acceder a su extensísima y desigual obra es difícil porque está dispersa en las páginas de las revistas cubanas, y la poesía, el teatro y las traducciones que publicó en el siglo XIX están en parte, solo en parte, conservadas en bibliotecas. Se le conoce sobre todo por el título Mi linterna mágica, publicado en 1957 en el centenario de su nacimiento, en una colección llamada “Grandes periodistas cubanos”, con una semblanza de Arturo Alfonso Roselló y contiene una mínima parte de sus crónicas. [9]
Pienso que en este escritor tan desigual y a la vez tan útil, con una hoja de servicio notable en el periodismo cultural cubano, que vivió setenta años de nuestra historia sumergido en el periódico y la vida cultural, se aprecia, además de su caso particular, la situación complejísima en que una colonia y una naciente república, tratan de actualizarse y asimilar en unas cuantas décadas formas de cultura europeas. Ya se ha dicho por estudiosos muy solventes cómo los modernistas acuden a la traducción, al pastiche, al calco, a toda forma de incorporación para renovar la atrasada cultura literaria marcada por los modelos españolas, bien rezagada ella misma en el contexto europeo.
Sin embargo, esos procesos de apropiación legítima de culturas otras, como se ha dicho también, se producen auténticamente a partir de las afinidades reales de la cultura receptora. En la situación finisecular cubana no podía haber un arte por el arte en estado puro, y el independentismo convivió graciosamente con la aspiración a la belleza formal, en las tertulias donde se leía con pasión a Théophile Gautier, se conspiraba con riesgo de la vida, de la cárcel o del destierro. La muerte misma, por enfermedad o por patriotismo, se llevó los valores más altos del balbuciente modernismo en Cuba. Sus pilares indiscutibles –Casal y Martí– murieron primero y luego los discípulos.
Y el Conde Kostia vivió todavía los primeros 27 años del siglo XX haciendo periodismo, mucha crítica teatral y tejiendo hilos de filiación intercultural entre Cuba y el mundo.
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[1] Recogido en: Manuel de la Cruz. Cromitos cubanos. Editorial Saturnino Callejas S.A., Madrid, 1926, p. 217.
[2] Ídem, p. 225.
[3] Recogido en: Manuel Sanguily. “Sobre el conde Kostia y su conferencia. En su: Brega de libertad. Publicación del Ministerio de Educación. Dirección de cultura, La Habana, 1950, pp.292.
[4] Varona y Pera, Enrique José Varona. Discursos de recepción de Enrique José Varona y de contestación de Aniceto Valdivia en la Sesión solemne celebrada el día 11 de enero de 1915. Imprenta El Avisador Comercial, 1915.
[5] Cintio Vitier. “La crítica literaria y estética en el siglo XIX cubano.” En su: Crítica 1. Editorial Letras Cubanas, 2000, p. 355 y 357.
[6] Aniceto Valdivia. “Sobre Julián del Casal”. El Fígaro, La Habana, no. 20, a. XXVIII, 1923, pp. 322-329.
[7] Aniceto Valdivia. “Diario de Kostia”. El Fígaro, La Habana, no. 1, a. X, 1994.
[8] Ídem, p. 19.
[9] Aniceto Valdivia. Mi linterna mágica. Instituto Nacional de Cultura, [1958].
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