Imperativo, el timbre del teléfono estremeció la noche. Una amiga me comunicaba que, al parecer, Batista había entrado en Columbia. Sentí como si la vida se me hubiera suspendido en el aire. Intuía que algo terrible se anunciaba para el futuro del país y que mi propio destino se llenaba de interrogantes. Estaba a punto de terminar mis estudios universitarios y poco faltaba para la celebración de elecciones. Iba a votar por primera vez, aunque no tenía mucha confianza en que algo esencial cambiaría con el triunfo probable del Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo). Después de la muerte de Chibás, las disensiones entre el grupo heterogéneo de dirigentes de la organización política eran previsibles. Para encaminar el rumbo de la nación se requerían transformaciones radicales, más allá de la necesidad de frenar la corrupción imperante. Pero el cuartelazo proponía el regreso a tiempos de sangre y represión, en línea con las dictaduras que definían entonces el panorama de la América Latina.
En aquella silenciosa madrugada del 10 de marzo, el timbre del teléfono había despertado también al vecindario. Expectantes todos, pendientes de recibir más noticias, no volvimos a acostarnos, afanados ante la radio, en la que proseguían los programas habituales. A poco, no puedo recordar qué tiempo había transcurrido, se escucharon disparos en el cercano Palacio Presidencial. Por distintas vías, empezaba a llegar alguna información.
Estudiantes universitarios convocaban a la resistencia desde la simbólica Colina. Habían solicitado armas al presidente Carlos Prío Socarrás, quien optó por buscar refugio en la Embajada de México.
El 10 de marzo evidenciaba la crisis estructural de la economía cubana. Para afrontar las consecuencias de las restricciones impuestas a la producción azucarera y frenar la resistencia de los trabajadores desplazados, la dictadura se valdría de la mano dura. Así mismo, el derrumbe de los partidos políticos reflejaba la agonía de la democracia representativa. Ajeno a concepciones dogmáticas, Fidel comprendió que la solución habría de plantearse a través de la lucha insurreccional. Después de agotar las posibilidades que ofrecía la cancelada vía constitucional, emprendió la paciente y silenciosa organización del asalto al Moncada. Su carta de triunfo más segura estaba en la confianza depositada en las reservas morales de un pueblo crecido ante los avatares de la historia y la corruptela de los políticos. Pocos sobrevivieron al desembarco del Granma, pero el Ejército Rebelde fue creciendo. Doblegó los embates de una tropa profesional bien entrenada y dotada de armamento superior. En las ciudades, a pesar de la brutal represión, de los asesinatos y las torturas, cobró fuerza el movimiento clandestino. La victoria final sorprendió al mundo. Las miradas de todos se volvieron hacia la isla rebelde.
La estrategia de la Revolución se diseñó teniendo en cuenta raíz y ala. La raíz se hundía en el conocimiento del momento histórico y del diagnóstico de los datos objetivos de la realidad. El ala se afincaba en los sueños amasados a lo largo de la historia y en la dimensión subjetiva de la espiritualidad.
El 13 de marzo de 1957 se produjo el asalto al Palacio Presidencial. El propósito era ajusticiar al tirano en su madriguera. El intento fracasó, pero demostró la vulnerabilidad de su trinchera en el centro de la capital, allí donde se encontraban los estados mayores de los cuerpos represivos.
El sacrificio humano fue inmenso. Se desató una cacería implacable contra los supervivientes. La masacre de Humboldt 7 concitó el repudio general. Los jóvenes que afrontaron la muerte en tan arriesgada empresa amaban profundamente la vida. La Universidad era su refugio y su lugar de encuentro. Hacia ella se dirigía José Antonio Echeverría cuando cayó balaceado en choque con la policía. En pleno batallar contra la dictadura, cuidaron de preservar en la Colina los valores de la cultura. Ofrecieron su respaldo al ballet de Alicia Alonso. Acogieron exposiciones de artes visuales. Favorecieron la continuidad del quehacer teatral.
Las efemérides ofrecen ocasión propicia para la reflexión, el recuento y la evocación, en términos contemporáneos, de los caídos. No puede hacerse de manera rutinaria. Los combatientes de la Sierra y el llano actuaron de acuerdo con las circunstancias históricas de su tiempo. Enfrentaron la dictadura con la mirada puesta en la construcción de un mundo mejor. En medio de un panorama crítico, abrieron paso a la esperanza. Amaron profundamente la vida, confiaron en las reservas morales del pueblo, en el poder transformador de una subjetividad habitada por sueños compartidos en los que se mantenía latente el proyecto de una nación soberana, hecha por todos y en bien de todos.
El momento actual impone tareas de otro orden, presidido por la necesidad de fortalecer la base económica que nos sustenta y de rescatar valores lacerados por las manifestaciones de corrupción, de desidia, de incuria y de las deformaciones inherentes a una mentalidad burocrática. Hoy, como ayer, podemos confiar en las reservas morales que perduran en un pueblo que ha sabido de-safiar los mayores peligros. Puedo palparlos en mi trabajo de cada día, en el médico que me atiende en intensísima jornada laboral, en el maestro que sigue acudiendo al aula, en el investigador que apuesta en favor de la ciencia, en los colegas que, junto a mí, entregados a cada tarea cotidiana, vencen las dificultades del transporte y los problemas del existir doméstico para cumplir con modestia la tarea encomendada, sabedores de que la nación se edifica en el grande y en el pequeño obrar de cada uno.
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