Las últimas imágenes de la segunda temporada de la serie De amores y esperanzas quedaron grabadas en las retinas de los televidentes: los protagonistas en uno de los conciertos de Silvio de la gira por los barrios fue el cierre perfecto de una producción dramática que consiguió remover conciencias desde una altura estética indiscutible, aun cuando algún que otro episodio pudiera haber sido mucho mejor perfilado.
Había ganado la televisión y los telespectadores; había afirmado sus cartas credenciales una excelente actriz devenida realizadora de la que todos esperamos mucho, Raquel González; se había sellado un pacto entre arte y sociedad en su reflejo en la pantalla.
Ahora acaba de concluir la tercera temporada de la serie y, créanme, me duele no poder decir lo mismo al comparar el resultado con las entregas anteriores. No es que haya disminuido el interés por los asuntos humanos que se ventilaron, ni que el equipo se haya esforzado menos. Lo primero que salta a la vista es el desnivel en la capacidad discursiva –unos episodios más logrados que otros, el contraste entre núcleos dramáticos de hondo calado y planteos bastos o insuficientes–, atribuibles no solo a manquedades en el guion, sino también a enfoques esquemáticos que dejaron, en no pocos telespectadores, un sabor indefinido.
Dicho sea esto en lo que respecta a la explotación en cada episodio de un litigio que se dirime en la sala civil de un tribunal y en el que intervienen los abogados del bufete colectivo, en el que convergen los protagonistas de la serie. Casos como el del deleznable usurpador, encarnado con intensidad por Luis Alberto García, que pretende despojar a su esposa ciega (cien puntos para Tahimí Alvariño), o el de la muchacha que, instigada por la madre, conspira contra el abuelo, o el del muro levantado por la joven que no quiere saber más del vecino examante; o el de la adopción en el capítulo final; o el de la enfermera asesinada por un individuo que es mucho más que un acosador –quizás el más burdo en su presentación–, se van de un solo lado, como si se tratara de un dominó con las fichas al desnudo, en medio de tratamientos moralizantes más cercanos a las menciones de bien público que a un drama televisual.
Una fórmula se repitió: los litigantes contratan a dos abogados del bufete, los cuales casi nunca se enfrentan. El que lleva las de perder, calla o se deja ganar sin argumentos. Pienso que esa no es una imagen edificante de nuestros juristas. La parquedad de las vistas públicas dejó mucho que desear, varias de ellas resueltas como puro trámite.
Todavía estamos en deuda con ese subgénero que se ha dado en llamar drama judicial, el cual en nuestro sistema social y ordenamiento legal tendría razones más que suficientes para desplegarse con valores contrapuestos, digamos, a los tópicos truculentos de las series estadounidenses a lo Boston Legal.
La excepción en De amores y esperanzas III fue el capítulo 12. Al margen de que ante un caso de abusos lascivos la ley indica que se debe retirar la patria potestad al padre comisor del delito, la densidad dramática del conflicto alcanzó un alto grado de complejidad a partir de los matices humanos que afloraron desde el mismo guion y la intención de la puesta en pantalla por Raquel, realzada por las actuaciones de Miriam Alameda, Natasha Díaz, Frank Mora y un Jorge Enrique Caballero que, a lo largo de la serie, derrochó virtudes sin alardes.
Por cierto, el plato fuerte de la serie está en la proyección de cada personaje, sobre todo los habituales, cuya interacción es mucho más rica y penetrante que la de los casos legales por sí mismos. Decepciones familiares, convivencias difíciles, incomprensiones generacionales, intromisiones indeseadas en las relaciones sentimentales, dudas y pasiones, atavismos y saltos vitales, sostuvieron el peso del interés por conocer seres humanos de carne y hueso, con independencia de dos cambios en el elenco que desconcertaron en un inicio al público.
Raquel sabe extraer lo mejor a actores y actrices de probada eficacia, al punto que quedarán en la memoria la Rosa recepcionista de Corina Mestre, la incurablemente prejuiciosa Margot de Gina Caro, la contención de Félix Pérez al interpretar a un ser síquicamente limitado, y la autenticidad y medida con que Violeta Rodríguez asumió el papel de una madre que pierde a su hijo.
10 de Noviembre de 2020 a las 07:57
De amores y esperanzas es una serie q se ha atrevido mas q otros espacios a poner ante nuestros ojos temas complejos q conviven en la sociedad cubana. Me llama la atencion de la no mencion del episodio del cambio de identidad quizas porque fue uno de los mas flojos teniendo todo y necesitando salir de estereotipos. Al final nos queda el buen intento y el grato recuerdo de otra apertura dramatica en la tv.
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