Hay un hombre de pueblo que la Patria no deja morir nunca, porque se volvió huella perenne en cada retazo de suelo por el que transitó. Un hombre que vive con su ejemplo eternamente entre los suyos.
En ese hombre va la dignidad de un país que lo honra a diario con la defensa de su soberanía. Es la mejor manera de no dejar partir al Comandante del carisma inmenso y del arrojo, al compañero de cien batallas, al Señor de la Vanguardia, al guerrillero legendario… al Camilo nuestro.
Nuestro, porque se ganó el cariño de una nación desde el sacrificio personal, la sencillez, la transparencia de su sonrisa franca, y desde una personalidad intachable forjada en los días de guerra y durante los escasos meses que acompañó a la Revolución después del triunfo.
Nuestro, porque Camilo fue más que un rebelde y expedicionario del yate Granma, más que el amigo incondicional del Che y el hombre de confianza de Fidel, fue más que el líder de la Columna 2 Antonio Maceo, o el Héroe de Yaguajay; Camilo fue, es y será «la imagen de un pueblo» que encontró, en este joven de 27 años, la estirpe de un revolucionario apegado al honor, a la verdad y a una sensibilidad muy suya, que le ganó el afecto colectivo.
Legó no solo su sentido del deber y del humor en medio de la lucha, sino su respeto y compañerismo en la guerrilla, donde compartió comida y hamaca, y fue capaz de exigir que atendieran a un herido antes que a él, aun cuando, también, tenía balas en el cuerpo.
Su historia nos habla del guerrero completo que no taladró a tiros un cuartel batistiano porque, dentro, había una niña; que le dio su dinero a unos jóvenes rebeldes para que no fueran con las manos vacías a ver a sus madres, y que amó a la cultura como a la Patria misma, siendo el primero en sacar el ballet del teatro para llevarlo a las montañas, y el promotor del primer documental en Revolución, que bajo el título de Esta Tierra nuestra, reflejó los atropellos de la guardia rural contra el campesinado.
Maceísta, martiano y fidelista hasta el último día que nos regaló su presencia física, antes de montarse en el avión que lo trasladó hacia la eternidad, aquel fatídico 28 de octubre de 1959, Camilo no dejó nunca de sorprender, porque hasta se nos marchó de la forma menos sospechada y cuando nadie estaba listo para su partida.
Quince días de exhaustiva, pero infructuosa búsqueda, nos dejaron el sinsabor de no darle un último adiós al Comandante del sombrero alón. Es cierto que aquella tarde de octubre nos robó para siempre al hombre, pero nos dejó al héroe y a su recuerdo entrañable, ese que ya estaba tallado en las esencias de la Revolución, y al que hoy decimos: ¡Cuba va bien, Camilo!
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