Tomás Gutiérrez Alea
En el primer número de la Nueva Revista Cubana, correspondiente a abril y junio de 1959, apareció un texto de Tomás Gutiérrez Alea con el título de «Hacia el cine nacional»[1]. Se trata, tal vez, de la primera formulación pública de lo que sería el espíritu fundacional de ese gran proyecto cultural que acababa de nacer con el recién inaugurado ICAIC.
Obviamente, tanto el estrenado instituto de cine como el texto firmado por Titón estaban respondiendo a un conjunto de demandas que, sobre todo en los años cincuenta, varios actores culturales se esforzaron por resolver en la esfera pública. El hecho de que a partir de 1959 el ICAIC consiguiera consolidar su propuesta en el tiempo, convirtiéndose en el principal centro productor de audiovisuales del país, genera la impresión de que la ansiedad de crear una industria cinematográfica nacional es privativa de ese grupo.
Ramón Peón
Sin embargo, se podrían poner varios ejemplos de personas que, sin compartir los credos estéticos y políticos de los fundadores del ICAIC, aspiraban a lo mismo. Tal vez el ejemplo más dramático sea el de Ramón Peón, quien en febrero de 1959 (un mes antes de nacer el ICAIC) le escribe una carta pública a Fidel Castro desde la Revista Cinema, donde entre otros asuntos le comenta:
«Cuando tenga tiempo de hablar diez minutos de cine, solo diez minutos, que estoy seguro que serán de gran utilidad, deme la oportunidad de aclarar por qué yo tengo tanta fe en que el cine pueda ser su mejor aliado en la reestructuración de la nueva Cuba que soñó Martí, y usted quiere que se convierta en realidad ahora».
«Yo me inclino a creer que el cine puede completar el milagro que usted, con su tenacidad y heroísmo, logró plasmar con la huida del tirano».
«Felicidades mil y que Dios lo bendiga»[2].
Como se sabe, pese a la probada experiencia profesional de Ramón Peón, quien acababa de festejar sus cuarenta años como director cinematográfico, y contaba con una nutrida filmografía (construida en países como Cuba, Estados Unidos y México), nunca fue tomado en cuenta una vez que se creara el ICAIC. Pero esa exclusión no obedecía a razones estrictamente políticas, sino que en todo caso estaba en sintonía con los imperativos estéticos que desde hacía mucho defendían, en cine clubes, en la Sociedad Cultural Nuestro Tiempo o en los estudios realizados en Roma, buena parte de quienes conformaron el núcleo fundacional del ICAIC.
Para Ramón Peón, y pudieran añadirse los nombres de Manolo Alonso, Manuel de la Pedrosa, Mario Barral, por mencionar solo algunos de los que en el período prerrevolucionario trataron de hacer realidad la utopía de contar con una industria cinematográfica dentro del país, el «cine nacional» se asociaba a la infraestructura productiva. Lo importante, según ellos, era crear un entorno que permitiera producir películas capaces de insertarse en un mercado que ya estaba aprovechando, como era el caso del cine mexicano, la pericia de muchos técnicos cubanos.
Casta de roble (Manolo Alonso)
Sin embargo, desde el punto de vista de Gutiérrez Alea, la construcción de un cine nacional implicaba combatir el antiguo modelo de representación (ese del cual Ramón Peón sería un destacado paradigma), y sobre el que ya había expuesto sus reservas críticas en el texto que mencionábamos al inicio, al apuntar:
«Cuando el cine ha querido hablar en cubano, solo ha podido expresarse en el mismo lenguaje de los fabricantes de recuerdos para turistas tontos. No se ha logrado nunca penetrar en nuestros más hondos problemas, que por hondos y humanos alcanzarían verdadera resonancia universal».
Hay que leer esta observación en el contexto más general de lo que por aquella época se discutía en el mundo con la emergencia de los llamados «cines modernos». Titón, junto a Julio García Espinosa, Alfredo Guevara, Néstor Almendros, Guillermo Cabrera Infante, José Massip, entre otros, estaban impregnados de esa sensibilidad que en Cuba reacciona ante la estética cinematográfica dominante en aquellos instantes. El hecho de viajar a Italia (Gutiérrez Alea, García Espinosa) o Estados Unidos (Almendros) con el fin de estudiar cine, permitiría que de regreso al país consiguieran integrar esas inquietudes en una agenda que, más allá de las diferencias de gustos personales, tenía como vocación común la renovación del lenguaje cinematográfico utilizado hasta ese instante.
Julio García Espinosa y Titón
Y luego estaría la conjura epocal de circunstancias transnacionales que permitieron que, alrededor de 1959, se viviera a nivel mundial la impresión de que una revolución política de orden planetario comenzaba a transformar para siempre el mundo. En América Latina, como bien apuntan Octavio Getino y Susana Velleggia, «cine y sociedad comenzaron a conjugarse en las primeras producciones que tuvieron lugar en los años sesenta, acompañando proyectos nacionales y populares de cambio»[3].
Los estudios que hasta ahora se han desarrollado alrededor del cine latinoamericano (incluyendo el cubano) han privilegiado sobre todo el examen de las prácticas y estrategias existentes en cada país, en función de la construcción de un espacio donde la identidad de los fines, y la teleología estatal encaminada a diseñar ese «cine nacional», devienen los ejes maestros. En este sentido, las historias e investigaciones concebidas resultan cada vez más exhaustivas a la hora de describir los numerosos procesos que han tenido lugar en las diversas regiones geográficas, resaltando los esfuerzos de los pioneros, las películas canónicas, los manifiestos o teorías que escoltan o dieron origen a las prácticas y hasta a las alternativas a esos modelos de representación dominantes en cada país.
Historias de la Revolución (Tomás Gutiérrez Alea, 1960), primer largometraje de ficción realizado por el ICAIC.
El problema surge cuando notamos que dicha descripción de lo que sería un «cine nacional», por mucho que uno pueda celebrar la exhaustividad de las investigaciones, deja en el limbo un sinfín de elementos sin los cuales no podría explicarse la existencia misma de ese proceso como algo vivo, abierto a lo universal, es decir, como algo que es mucho más que la sumatoria de relatos locales que se alimentan de una identidad que se da por hecha.
El concepto «cine nacional» funciona muy bien para describir lo que ha pasado en el país con todo ese conjunto de voluntades que han querido conformar una industria local, o han defendido «lo cubano» como algo que se puede apreciar de un modo categórico o ya fundado, pero resulta limitado para entender los papeles que juegan, dentro de esa misma historia, lo transnacional, el nomadismo tecnológico, el azar creativo, los movimientos diaspóricos o las disposiciones afectivas de los sujetos participantes.
Al estar tan atado a la visión institucional promovida por el Estado nación, el uso del concepto «cine nacional» va inevitablemente acompañado de un conjunto de sesgos que condicionan de modo restrictivo la conformación del canon que plantea. Es por ello que resulta imperioso proponer nuevas metodologías de investigación que nos permitan recuperar los relatos silenciados por una historia que piensa «lo nacional» del cine hecho por cubanos en función de su propio discurso legitimador y dispensador de hegemonías locales, y donde obviamente no caben quienes se le oponen o ignoran.
El romance del palmar (Ramón Peón, 1938)
Como apuntara Andrew Higson en su ya clásico texto «El concepto del cine nacional», publicado en 1989:
«Identificar un cine nacional es, ante todo, especificar una coherencia y una unidad, es proclamar una identidad única y un conjunto estable de significados. El proceso de identificación es, pues, invariablemente, un proceso hegemonizante, mitologizante, que involucra tanto la producción como la asignación de un conjunto particular de significados, y el intento de contener o impedir la potencial proliferación de otros significados. Al mismo tiempo, el concepto de un cine nacional ha sido movilizado casi invariablemente como una estrategia de resistencia cultural (y económica), como un medio de afirmar la autonomía nacional ante la dominación internacional de (por lo general) Hollywood»[4].
Si bien, en un artículo publicado diez años después, con el título de «La limitante imaginación del cine nacional», Higson reconsidera algunas de las ideas planteadas con anterioridad, sus argumentos estarán dirigidos igualmente a «cuestionar la utilidad del concepto de cine nacional», invitándonos a cimentar nuevos modos de describir ese conjunto de dinámicas donde lo productivo sería apenas una parte del fenómeno. Y eso se empata con lo que nos decía en su primer texto: «El cine nacional es, por ende, un problema complejo, y yo sostendría que es inadecuado reducir el estudio de los cines nacionales solo a la consideración de los filmes producidos por y dentro de un Estado nación particular. Es importante tomar en cuenta la cultura cinematográfica como un todo y la institución del cine en su totalidad».
En lo personal, propongo usar el término «cuerpo audiovisual de la nación»,en tanto con esta última definición estaríamos hablando, no de un espacio físico (la isla) o un ente exclusivo (el Estado), sino de algo que está en permanente construcción, y que se debe más a lo imaginativo que a lo tangible, para decirlo en el espíritu de la propuesta de Benedict Anderson cuando comenta:
«Es imaginada, porque aun los miembros de la nación más pequeña no conocerán jamás a la mayoría de sus compatriotas, no los verán ni oirán siquiera hablar de ellos, pero en la mente de cada uno vive la imagen de su comunión»[5].
Mientras que, con el «cine nacional» lo que cuentan fundamentalmente son las narrativas articuladas a partir de un mapa que suele coincidir con la representación geográfica que tenemos del archipiélago cubano, y el inventario sistemático que se hace de películas y biografías, asumidas como parte de una idea conducida siempre por lo unidireccional y el progreso, con el «cuerpo audiovisual de la nación», en cambio, proponemos la construcción de un atlas en el que caben un número infinito de mapas vinculados al audiovisual cubano (mapas de las películas, mapas de los cineastas en tanto individuos, mapas de las tecnologías usadas, mapas de la literatura cinematográfica creada, mapas de los espacios de socialización, etcétera).
¡Olé… Cuba! (Manuel de la Pedrosa, 1957)
En esta nueva manera de enfrentarnos a la producción y consumo de ese conjunto de imágenes proyectadas sobre las más diversas superficies, acompañadas o no de sonido, la antigua identidad no es anulada, sino que se enriquece con la incorporación de nuevas perspectivas, sobre todo cuando se sale de ese perímetro en el cual pensábamos que solo era posible su desarrollo.
Para el Higson que retoma el tema del cine nacional en su segundo texto, la tesis de Anderson sobre las «comunidades imaginadas» se debilita cuando el autor las concibe como entes limitados y finitos, lo que implicaría un rechazo involuntario a pensarlas desde lo transnacional y el dinamismo. Nos dice Higson:
«El argumento de la “comunidad imaginada”, en mi propia obra tanto como en cualquier otra parte, no siempre es receptivo hacia lo que pudiéramos llamar la contingencia o inestabilidad de lo nacional. Eso ocurre precisamente porque el proyecto nacionalista, en términos de Anderson, imagina la nación como limitada, con fronteras finitas y dotadas de sentido. El problema es que, cuando se describe un cine nacional, existe una tendencia a concentrar la atención de manera exclusiva en aquellos filmes que narran la nación solo como ese espacio finito, limitado, habitado por una comunidad estrechamente cohesionada y unificada, cerrado a otras identidades, excepto a la nacional. O más bien, el foco de la atención está en filmes que parecen susceptibles de semejante interpretación».
Esto es fácil de detectar en nuestras maneras de pensar el cine cubano como una suerte de circuito cerrado, donde todo es homogéneo y continuo, y la multiplicidad de componentes se acomoda de modo armónico a la idea de «identidad cubana» que ya teníamos prefigurada en las mentes. Si antes de 1959, en aquel cine para hablar en cubano, según Gutiérrez Alea, era imprescindible apelar al «lenguaje de los fabricantes de recuerdos para turistas tontos»,ahora el lenguaje se ha enriquecido, se ha hecho más sutil, más complejo, pero de cualquier forma sigue padeciendo el imperativo de mostrar el carnet que acredita la identidad de eso que se produce, o la pertenencia a lo que ya ha sido identificado como «cine cubano», aunque si exigiéramos una definición concreta de qué es lo cubano, difícilmente se podría aportar.
De ahí que, también aquí Higson aseguraría que por encima de lo descriptivo ha estado dominando lo prescriptivo, es decir, la ordenanza de lo que debería ser el cine cubano, de acuerdo a ese conjunto de normas no escritas, pero compartidas, donde la heterogeneidad nacional es domesticada y asociada a la idealizada imagen de «un cubano esencial». Por supuesto, en casos como esos la identidad opera como prisión que apenas sirve para custodiar los valores creados dentro del Estado nación, pero mutila esa libertad irreductible del individuo, que al margen de decretos o leyes seguirá reimaginando su mundo de acuerdo con las circunstancias que en cada caso le toque experimentar.
Jorge Herrera, Alfredo Guevara, Fausto Canel y Guillermo Cabrera Infante
En ese punto, pienso en el hermoso ensayo de Cintio Vitier «La identidad como espiral», cuando apunta:
«Finalmente nos preguntamos si de los complejos fenómenos del exilio y de las emigraciones, que a veces diríanse más bien trasplantes culturales, de la dolorosa partición de nuestra sociedad, de nuestras familias, no habrá de resultar un nuevo crecimiento. Del Estado podemos disentir; de la nación, en cuanto es un pueblo asentado en un territorio, podemos alejarnos; pero la nacionalidad, que en definitiva es la cultura en su más amplio sentido, nos une a todos. Que los portadores de esa cultura, al emigrar, adopten o incorporen otros contenidos, experiencias, costumbres y sabores, no le quita necesariamente su unidad y puede añadirle diferencias enriquecedoras o empobrecedoras, sin que descontemos un margen, a la larga, de desarraigos totales o irreversibles»[6].
Al margen de que en lo personal asuma la nación cubana como algo simbólico (en vez de territorial), la imagen que Cintio Vitier nos ofrece de la identidad como una línea curva que describe múltiples vueltas alrededor de un punto (la Cuba física), distanciándose cada vez más de ese sitio primigenio sin perder del todo su arraigo inicial, nos estimula a tomar en cuenta lo que está más allá de ese «cine nacional» que hasta ahora asumíamos, de modo inconsciente, como una entelequia que se bastaba a sí misma para explicar toda su existencia.
Porque, precisamente eso que está más allá (lo que no se ve), junto a lo que está más acá (el cine nacional), conformaría lo que llamo «el cuerpo audiovisual de la nación», algo que, parafraseando a Bataille cuando hablaba de la filosofía, nunca será una casa, sino una obra en permanente construcción y crecimiento.
Intervención en el 5 Encuentro de la Crítica Cinematográfica «Pensar el cine: un oficio del siglo XXI», realizado el 11 y el 12 de noviembre de 2021, en la sala Saúl Yelín, de la Casa del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano.
[1] Tomás Gutiérrez Alea. «Hacia el cine nacional». Nueva Revista Cubana, año I, núm. 1, abril-junio de 1959, pp. 172-175. Una versión reducida del mismo texto había sido publicada en el periódico Revolución, el lunes 16 de marzo de 1959, pp. 4 y 6, con el título de «Hacia un cine nacional».
[2] Ramón Peón. «Carta abierta al gobierno revolucionario y el doctor Fidel Castro». En Revista Cinema, núm. 1 195, La Habana, 8 de febrero de 1959, p. 10.
[3] Octavio Getino, Susana Velleggia. El cine de las historias de la revolución. Aproximación a las teorías y prácticas del cine político en América Latina (1967-1977). Grupo Editor Altamira, Buenos Aires, 2002.
[4] Andrew Higson. «The Concept of National Cinema», en: Screen, vol. 30, núm. 4, otoño de 1989, pp. 36-46.
[5] Benedict Anderson. Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo. Fondo de Cultura Económica, México, 1993, p. 23.
[6] Cintio Vitier. «La identidad como espiral». La Gaceta de Cuba, núm. 1, enero-febrero de 1996, p. 25.
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