Bandera cubana. Foto: Abel Padrón Padilla/ Cubadebate.
La cotidianidad suele serle escurridiza al historiador. Basta una acción para que una figura pase a integrar la simbología patria. En ese proceso de construcción narrativa importa el resultado, el hecho consumado, sin deparar muchas veces en cómo se llega al acto sublime e imperecedero. Dicho de otro modo, qué ideales y principios lo sostienen. Los relatos gestores de la idea de nación, abundan en la reconstrucción de las trayectorias vitales del liderazgo de los grandes hombres, no sucede así con el tratamiento de la participación femenina en los procesos fundadores, más identificada con hechos puntuales gestados en la corta duración o en labores que tienden a estereotipar el quehacer de la mujer en acciones políticas cuando la circunscriben a tareas propias del espacio doméstico: la enfermera, por ejemplo, la especializada en los cuidados de esposos, hermanos e hijos,sobre todo en las contiendas libertadoras o en otros eventos de naturaleza violenta.
A propósito de la construcción del hecho histórico asociado a la figura femenina en el discurso nacional, quisiera traer a colación el caso de la matancera Emilia Margarita Teurbe Tolón y Otero (Matanzas, 9 de enero de 1828–Madrid, 22 de agosto de 1902). Quedó su nombre estampado en la historia de Cuba por bordar la bandera a partir del diseño que realizara su esposo, el prestigioso poeta Miguel Teurbe Tolón. La trascendencia del acto es incuestionable, por más que su aporte esté asociado a una labor doméstica exaltada entre los tradicionales quehaceres femeninos: el bordado.
Emilia Teurbe Tolón. Foto: Archivo/Cubadebate.
Claro que no fue cualquier bordado. De seguro antes y después de aquella labor realizó otros encajes, pero ninguno la inmortalizó. El antes y el después la hubieran circunscrito, quizá, al tradicional rol de la esposa que cuidaba a su madre enferma en la ciudad natal, mientras Miguel se enrolaba en la conspiración de la Mina de la Rosa Cubana para, tras el fracaso, huir a Nueva York y mantener su activismo político.
Fue precisamente en la morada neoyorquina del esposo donde la joven matancera “entró” inobjetablemente en la historia de Cuba. Hacía recibido la encomienda del general de origen venezolano Narciso López de Uriola de confeccionar la bandera. Cirilo Villaverde, testigo de aquellos acontecimientos, dejó plasmado su testimonio en los términos siguientes:
[…]Allí vivía Tolón y allí concurríamos casi todos los desterrados de entonces. […] la grácil y activa dama [alude a Emilia], entusiasta y filibustera como su marido y sus compatriotas, hizo la bandera con cintas de sedas blancas y azules y con un retazo de tela roja. La estrella también era de seda y tenía un ribete del mismo género, blanco y trenzado. El azul era muy fuerte, lo mismo que el rojo. Medía 18 pulgadas de largo y 11 y media de ancho; cada lado del triángulo 11 pulgadas y de una punta de la estrella a la opuesta, tres pulgadas.
Villaverde la calificó de “filibustera y entusiasta”, lo cual presuponía un quehacer sistemático en modo alguno circunscrito al acto de bordar la hermosa bandera, devenida símbolo nacional. En efecto, quiso el destino que Emilia llegara a Estados Unidos en abril de 1850, justo cuando López se aprestaba a partir hacia Cuba. Bien pudo encontrarse en su terruño inmersa en sus tareas habituales ayudando con la distribución de La Verdad, órgano vinculado a los anexionistas partidarios del camagüeyano Gaspar Betancourt Cisneros, El Lugareño, y en el que colaboraba su esposo. La misión en modo alguno era fácil. Las autoridades españolas tomaron las más radicales medidas para impedir su circulación y lectura, hasta el punto de considerar gravísimo delito la recepción y la tenencia de un ejemplar de dicha publicación.
¿Por qué la selección de Emilia para semejante empresa? Más allá de sus habilidades y dominios de ese arte, pudiera aducirse a los estrechos vínculos de López con Miguel Teurbe Tolón y con el grupo de matanceros que frecuentaba la casa del hacendado y abogado Blas Cruz en la calle Contreras y la botica del educador Francisco Javier de la Cruz en Santa Teresa no. 23. La matancera era conocida en esos conciliábulos conspirativos y figura importante del grupo neoyorquino en la Atenas de Cuba. Las orientaciones de Miguel a su esposa de cómo proceder estratégicamente con los sectores de la sacarocracia occidental, son conocidas:
[…] Cuando te llegue la ocasión de hablar con esos hacendados de juicio y apegadillos a sus pesetas, no dejes de indicarles “con seguridad” la idea de que en este asunto se tiene en gran cuenta los intereses materiales de la Isla, porque no puede ser de otra manera supuesto que los elementos con que contamos vienen de los hacendados y propietarios, que no los facilitarían sin condiciones convenientes.
Pero el aval mayor para Emilia estaría por llegar. En un clima de persecución, recrudecido en Matanzas, jurisdicción en la que operaba la activa Junta Abolicionista y Republicana, las autoridades hispanas no tardaron en descubrir la correspondencia que el poeta sostuviera con su prima y esposa, y decretaron su expulsión. Es decir, la joven que tuvo la encomienda de confeccionar la bandera del movimiento conspirativo de los años cuarenta y cincuenta de la centuria decimonónica disponía de una credencial política importante. No se encontraba en Nueva York en rutina hogareña al lado del esposo, integrante del Consejo Cubano, especie de delegación de todos los grupos constituidos en Cuba a favor de la anexión a Estados Unidos, ni siquiera llegó huyendo de la persecución española, como lo hiciera Miguel y muchos otros exiliados, sino que arribó a Estados Unidos en calidad de deportada.
Por otra parte, en las referidas cartas que le ocasionara la condena, Miguel la ponía al tanto de los pormenores de la conspiración; o sea, Emilia estaba implicada directamente en un movimiento político, para nada homogéneo, cuyos integrantes buscaban por disímiles razones y vías la ruptura con el colonialismo español.
Era un escenario de fuertes tensiones colonia-metrópoli, en el que el maltrecho liberalismo insular, tradicionalmente uncido al cordón umbilical de la Madre Patria, contemplaba entre sus opciones políticas, aún los más encumbrados adalides del plantacionismo occidental, la ruptura con la metrópoli, aun cuando apenas fuera un paso para unirse a la pujante noción norteña. Atrás había quedado el llamado de Félix Varela a que Cuba fuera independiente por el esfuerzo de los propios cubanos, no así la semilla de patriotismo y nacionalismo que él y José de la Luz y Caballero sembraron en San Carlos y San Ambrosio. Pero sería otro discípulo del ilustrado presbítero, José Antonio Saco, el que mediaría en el fenomenal movimiento de ideas en que se debatía la Isla próximo al medio siglo decimonónico cuando protagonizó la histórica polémica antianexionista con su amigo El Lugareño.
No obstante, los modos de asumir a Estados Unidos –su modelo de desarrollo económico, social y político- a mediados del siglo XIX y, por tanto, las lógicas que presidían las proyecciones anexionistas, pasaban irremisiblemente por el prisma ideológico de sus artífices. Mientras la sacarocracia occidental que integraba el Club de La Habana añoraba, en contexto de crisis del modelo esclavista, el orden sureño, otros grupos anexionistas del liberalismo, no vinculados de manera directa a la plantación, miraban hacia el portentoso norte industrial. Unos y otros, aspiraban –calculaban, diría El Lugareño- a los beneficios de compartir el régimen constitucional de Estados Unidos, modelo de democracia entre las jóvenes repúblicas y los reductos coloniales del continente.
Desde luego que la confección de la bandera en tanto hecho histórico, al menos el más conocido por su trascendencia, inmortalizó a Emilia Teurbe Tolón. Gracias a esa obra, un grupo de mujeres, cubanas y americanas admiradoras de Narciso López, la reprodujeron. Uno de sus ejemplares ondeaba en el mástil del barco Creole en el que zarpó López cuando tomó la ciudad de Cárdenas, el 19 de mayo de 1850. Pocos días antes, los hermanos Beach, dueños del periódico The Sun mostraron un grabado que representaba a la bandera e hicieron ondear un ejemplar en el edificio del rotativo en la calle Nassau, con las consecuentes protestas de las autoridades españolas en Washington.
Bastaba este hecho para que su nombre apareciera en la historia.No obstante, casi dos décadas después, un nuevo movimiento, esta vez de carácter independentista, adoptaba en Guáimaro el pendón bordado por la matancera como símbolo del estado revolucionario en armas; el mismo pendón que acompañó desde entonces a los cubanos en sus luchas por la independencia y que devino símbolo nacional luego de establecida la república. Mientras, la bandera original bordada por Emilia quedó en poder de Cirilo Villaverde, quien al morir la dejó a su hijo Narciso Villaverde y este la donó a la presidencia de la república.
Pero las contribuciones de Emilia no quedaron en el cumplimiento del mandato de López. Al igual que otras mujeres, como la esposa de Cirilo Villaverde, realizó colectas para recaudar fondos con los que ayudar a las mujeres y a las familias de los exiliados con menos recursos. Fue, además, una de las benefactoras de la enseñanza para niños pobres en Cuba, al punto de dejar todos sus bienes con ese objetivo, los cuales fueron utilizados en una escuela anexa sostenida por los fondos de los benefactores de la Sociedad Económica de Amigos del País.
La historiadora Clara Enma Chávez Álvarez, biógrafa de Emilia, refiere las dificultades enfrentadas por esta mujer cubana en los años que siguieron al convulso escenario de los cincuenta del siglo XIX, y su regreso a Cuba separada de Miguel. Es aquí donde las incomprensiones y los prejuicios sociales se imponen y es el difícil itinerario vital de la hasta entonces patriota rodeada de conspiradores tejiendo la historia, ahora víctima del rechazo y la soledad: “Todo aquel rechazo de su regreso a Cuba se va a reflejar después en la historiografía, y no había razón para discriminarla por su proceder personal. Sencillamente decidió divorciarse y casarse de nuevo. ¿Por qué no podía hacerlo? Por ser mujer. Verdaderamente rompió con una época en la que era difícil hacer eso”.
La muerte le sorprendió en Madrid el 22 de agosto de 1902. Gracias a los esfuerzos de Clara Enma y del Historiador de la Ciudad, Eusebio Leal Spengler, se encontró la sepultura de Emilia en el cementerio de Nuestra Señora de La Almudena de Madrid. Los restos fueron exhumados el 18 de marzo de 2010 para luego ser trasladados a Cuba. Cinco meses después era enterrada definitivamente con todos los honores en el Cementerio de Colón de La Habana. En sus palabras, Leal recordó que Emilia, además de ser quien bordara la primera bandera cubana, fue la primera mujer deportada por razones políticas, cuando contaba solo 22 años de edad, y que el estandarte que nació en sus manos, encontró su verdadero simbolismo junto a los independentistas que la declararon como su bandera luego de constituirse la Asamblea de Guáimaro.
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