Vestigios de plurales luces colorean los contornos de sus pliegues amurallados. Sus manos y sus leños brazos retratan las huellas de sus trazos inconclusos, truncados por quebradas urgencias.
Asistimos a los primeros signos de la biografía de su existencia, marcada por la meditación y el monólogo, el dolor y el sin destino. Son perversos puntales anclados en los altares de su horizonte. Cómplices, se alistan como marcas hechas, dispuestas a ser parte de una línea bocetada, dispuestas a quebrar los cauces que existen en lustrosos escenarios, que evolucionan en otros horizontes.
El silencio puebla los ropajes de sus bordes. Como personaje protagónico observa las grietas de un delgado ángulo que pernocta cabizbajo. Posa anclada en un espacio interior que se desvanece en tempo de fuga. Se dibuja en su rostro la parálisis de un retrato emocional. Son las siluetas que boceta la luz que narra los titulares sustantivos de incontables lecturas.
Es inconsciente de ser un “objeto” observado, dispuesto como ficha de un tablero de ajedrez donde se entrecruzan cuerpos tullidos, posicionados en caóticas geometrías. Es un escenario mordaz, desprovisto de luces para el teatro, la modernidad de una puesta en escena o la glamorosa actuación de una celebridad de temporada. En este nicho tan solo impera el hambre voraz, intenso, apuntalado.
Sus pretéritos andares revelan huellas de pies quebrados, tejidos de lodo, encendidos parásitos y fracturadas posturas. De tanto ignorarlas se integraron a sus versos de vida, acuñadas por la verticalidad del sol y la polvareda de lineales rondas que delimitan los caminos, siempre apertrechados para permear los hilos una marea, que sabe a tierra.
Calza exiguos zapatos que fueron creciendo como fibras trenzadas de formas inconexas, todas ellas resueltas en caóticas respuestas. En los pliegues de sus precarias suelas, hechas de carbón y legumbres, se asientan incólumes notas musicales de agudas dimensiones.
Son, en definitiva, heridas dispuestas como lanzas que emergen tras el rozar de piedras afiladas, que habitan en todos sus caminos posibles.
El fondo evoluciona imperceptible, frágil parabán de líneas apretadas, que se difuminan como un todo, y terminan siendo una pátina de cercos acorralados. Este agudo retrato es borde interior y cobija de la mudez inquebrantable. Nada parece estar ocurriendo en ese espacio herido. Tan solo transcurre una vida, un instante, que parece infinito, íntimo, inconfesable.
Se avista en los límites del encuadre un ángel trunco tomado por la fuerza de un poeta que fotografió, sin mediar palabras, el aferrado dolor congelado. El de una mujer desnutrida y deshidrata, ausente en el hospital de Gourma-Rharousn, en Malí (1985). El hambre puebla los telares de esta pieza como sólidas letras impresas, como párrafos enteros de un texto voraz.
No hay diálogo en los altares de ese lugar profundo, agreste, definitivamente quebrado. Tampoco se vislumbran sobrias conexiones significantes para la escritura de narraciones orales. Cada actor de este escenario interior es un estar por dentro, un saberse solo en medio de la nada. Los límites son, los que definen los alcances de sus metáforas.
Según datos de las Naciones Unidas, certificados en 2019, más de 820 millones de personas pasan hambre y unos 2000 millones sufren su amenaza.
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