El 14 de abril de 1959, al comparecer en un panel de CMQ TV, Virgilio Piñera se preguntaba qué significaba ser escritor en Cuba. Desplegó un rosario de interrogantes a las que él mismo respondió: «¿Nos lee el pueblo? Respuesta terrible: nos leemos entre nosotros mismos. ¿Pesamos algo en la opinión pública? Ni un adarme. Entonces, ¿qué somos? Pues personas privadas, que decidieron dedicarse al noble ejercicio de las letras. Y pregunta capital: ¿de qué vivimos? Del aire, de expedientes, de la peseta que nos da el amigo, de las cien tremendas humillaciones, de sueños y de quimeras».
Habían pasado apenas cuatro meses del triunfo revolucionario. Antes, en plena dictadura, le retiraron al Ballet de Alicia Alonso una exigua subvención estatal debido a que la prima ballerina assoluta se negó a figurar como símbolo propagandístico de un régimen que nunca apoyó realmente la cultura. Un régimen que previo a la fundación del inoperante Instituto Nacional de Cultura, quiso congraciarse con el franquismo al acoger una Bienal de Arte espuria a varios de los genuinos creadores de la vanguardia y a la cual respondieron con la Antibienal de 1954 en el Lyceum.
Con estos antecedentes quiero confrontar dos realidades diametralmente opuestas en la relación de las instituciones con los artistas y escritores, la que prevaleció en el batistato y la que sobrevino al calor de las transformaciones que tuvieron lugar en la Isla a partir de enero de 1959.
El fomento de un sistema de instituciones desde aquel mismo año inaugural planteó un nuevo escenario y abrió un campo hasta entonces inédito de posibilidades de realización individual y participación social para los creadores, quienes a su vez han contribuido a la definición de sus perfiles, funciones y alcances a lo largo de casi seis décadas.
La intervención de Fidel Castro, conocida como Palabras a los intelectuales, en junio de 1961, abrió caminos para la formulación de una política cultural democrática, abierta, inclusiva, empeñada en defensa de los valores patrimoniales y por la más amplia diversidad de enfoques estéticos.
«Los escritores, artistas y promotores culturales cubanos, en abrumadora mayoría (...) se identifican con los valores humanistas de una sociedad que reconoce sus esenciales aportes». fotos: Obra de Kcho (Cubadebate.cu) Foto: Cortesía Kcho Estudio
¿Conflictos, contradicciones? Los ha habido. ¿Interpretaciones dogmáticas y retrocesos? También. Sobre los tropiezos, obstáculos y limitaciones en la aplicación de esa política existen estudios cuyas conclusiones pueden o no ser compartidas en su totalidad, pero ofrecen tanto abundante información sobre hechos, procesos y contextos como muchas atinadas observaciones. Basta con repasar Polémicas culturales de los 60, selección y prólogo de Graziella Pogolotti (2006); La política cultural del periodo revolucionario: memoria y reflexión, editado por Eduardo Heras León y Desiderio Navarro (2008); El 71, anatomía de una crítica, de Jorge Fornet (2013); Decirlo todo; políticas culturales (en la Revolución Cubana), de Guillermo Rodríguez Rivera (2018) y, antes aún, Cambiar las reglas del juego, de Armando Hart (1983).
Lo que nadie podrá negar es el compromiso de las instituciones con el respaldo, gestión y promoción de la obra de los creadores y la implicación de la inmensa mayoría de los escritores y artistas con dichas instituciones. Ese vínculo se fundamenta en el diálogo respetuoso y el debate sistemático. Cuando estos se llevan a cabo sobre la base de la más absoluta transparencia y altura ética, ganan los creadores, las instituciones y la cultura.
Es por ello que el Ministerio de Cultura y sus instituciones refuerzan la comunicación con la UNEAC, la AHS, las fundaciones y asociaciones, los centros guiados por creadores de vanguardia y el movimiento intelectual y artístico en general y asume como deber informar a los escritores y artistas acerca de la marcha de su gestión y escucha criterios, no para cumplir con un trámite formal sino para ofrecer respuestas y corregir decisiones.
Entre las prioridades del sector se trabaja –y habrá que hacerlo con mayor énfasis y vocación– para que los directivos sientan la obligación de asistir, como parte sustancial de su labor a espectáculos, conciertos, exposiciones, presentaciones de libros, charlas, debates y encuentros de las organizaciones de creadores, y comprendan que esa relación se construye más allá de asambleas y reuniones.
Sobre la base de tales premisas, se observa un clima de confianza y entendimiento que se expresa en el poder de convocatoria institucional y la participación activa de escritores y artistas en proyectos muchas veces nacidos de su propia iniciativa.
Esa realidad incomoda a algunos y trata de ser subvertida por otros. En la mira de unas cuantas agencias y organizaciones extranjeras, que responden directa o disimuladamente a los intereses de Estados Unidos, se incuba la idea de fracturar esa confianza. Apelan unas veces a becas y sinecuras, otras a supuestas facilidades promocionales; alientan ilusiones de éxito rápido y fácil y propician efímeros escándalos mediante manipulaciones mediáticas. De un modo u otro, tratan de minar el prestigio y la credibilidad de las instituciones, y de arrastrar a los que consigan atraer a su juego.
En la medida que sea más eficiente la gestión y más consistente la programación y los servicios que los organismos y centros culturales presten a creadores y públicos, habrá mucho menos espacio para los proyectos subversivos.
De todos modos, la respuesta más contundente está a la vista: los escritores, artistas y promotores culturales cubanos, en abrumadora mayoría, no se dejan tentar por maniobras divisionistas y se identifican con los valores humanistas de una sociedad que reconoce sus esenciales aportes.
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