Por los años 80 de la era pasada, me desempeñaba como editor de poesía en la Editorial Letras Cubanas. Entre más de un centenar de cuadernos y antologías, tuve el placer de editar a escritores que habían sido silenciados durante los años 70, obras de clásicos y poetas emergentes de aquella generación, después convertidos en consagrados. Para publicar la poesía escrita se necesitaba una investigación de lo publicado y lo inédito de un autor, argumentar la propuesta para su aprobación en un plan, y una vez aceptado, realizar la edición ─incluidos los requisitos que exigía la poesía rimada y medida en las estrofas de la lengua española o las mejores opciones de la poesía sin rima, y por supuesto, las consideraciones del mensaje y el contenido─; era de rigor un encuentro con el autor para presentarle lo señalado y convenir con él las cuestiones dudosas, arreglos, propuestas…: había que negociar. Además, una vez terminado este proceso, resultaba imprescindible una reunión con el diseñador: unos, aliados para que la imagen visual correspondiera al espíritu de la poética planteada, y otros, poseídos o con el artista “subido de tono” para imponer una visualidad muy personal, aunque nada tuviera que ver con el texto.
Tuve la suerte de que siempre resolví los problemas con todos, quizás porque debía afinar la palabra para persuadir y la capacidad para escuchar y ser persuadido. Recuerdo que se exigía un informe escrito para cada libro editado. Después, se participaba de manera activa en el proceso industrial con la revisión de galeras y planas, pues los títulos se componían en impresión directa. El editor se convertía en un divulgador: escribía la nota de contracubierta del libro y lo presentaba en los medios y en ferias. La formación de ese especialista consistía en ser investigador, crítico, comunicador y promotor del libro impreso. Todo a la vez. Siempre nos faltó la evaluación económica, y el control comercial, conocimientos que nunca se sistematizaron, salvo honrosas excepciones. Tal vez por esta razón, algunos fueron medio editores y hoy lo estamos pagando.
Las memorias de un editor en Cuba difícilmente puedan ser publicadas sin censura o autocensura, si quieren decirlo todo. Personajes encumbrados desconocían cuestiones que nos parecían elementales, de acuerdo con las clases recibidas en la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana. En algunos, había gran diferencia entre su poesía escrita y la personalidad literaria, para bien y para mal. Se descubrían en los textos afinidades, a veces demasiado evidentes ─lo que el amigo Desiderio Navarro llamaría “plagio”─, entre lo revisado y algún verso lejano en el tiempo y/o en la geografía. En ocasiones, aunque el proyecto fuera aceptado, se presentaban títulos desastrosos o invendibles, y había que convencer al autor con varias propuestas para su cambio: la mayoría de las veces se lograba, pero otras no; hubo casos que, si tenía éxito publicitario, el autor se adjudicaba el acierto del título. A veces los poetas traían el libro diseñado, hasta con su ilustración de cubierta, desconociendo que la editorial, al correr con la inversión, debía tener una participación de mutuo acuerdo. En no pocas circunstancias fue necesario proponer una estructura más coherente al original, para facilitar la lectura e intencionar el mensaje, de acuerdo con cada poética, por lo que se sugerían secciones, generalmente con títulos extraídos de los poemas dominantes. No escaseaban los juicios exóticos o raras condiciones exigidas por algunos, que ameritaban consulta con determinados especialistas.
Aunque edité antologías diversas y autores muy diferentes, me concentré en lo que exigía la lengua escrita, aunque hubiera quienes gustaban de declamar o cantar. La entrega de un original por escrito en papel pautado constituía una exigencia y sobre esa base había que editar. Como la norma diaria con 8 horas de trabajo consistía en cumplir con un número de cuartillas editadas y clasificadas bajo la apreciación de texto simple, semicomplejo y complejo, además de todos los trabajos mencionados, el aspecto crítico del editor de un libro de poesía se hacía muy difícil y en algunos originales, bajo presión. En una editorial que llegó a publicar más de cien títulos por año, entre ocho y doce por mes, fue problemático que se hiciera entender a ciertos burócratas del momento que el trabajo crítico del editor necesitaba tiempo para la investigación y que las entrevistas con los poetas ─quizás más de una─ requerían preparación. Vivíamos todavía los ecos de un fuerte dogmatismo de los 70 y me siento orgulloso de haber puesto mi granito de arena para derrotarlo. La edición de Canciones de la nueva trova me llevó a sesiones de canturía con algunos trovadores para trasladar la letra de una canción al verso escrito; eso rompía con todas las reglas; por suerte, encontré oídos receptivos para demorarme con el libro más allá de toda norma.
Entre 1985 y 1987 participé como combatiente en la República Popular de Angola. En medio de la guerra disfruté en el Alto Zambeze de un festejo que celebraba la recuperación de Cazombo por las Fuerzas Armadas para la Liberación de Angola. Un señor de unos 60 años ─muy respetado, pues el promedio de edad allí era mucho más bajo─ recitaba una poesía narrativa, y a veces dramatizada y cantada bajo palmadas rítmicas de todos los participantes, acompañadas de tambores y de una especie de marímbula hecha de fragmentos de caña brava de varias dimensiones y grosores; espontáneamente “nacía” una frase acertada en el discurso y se convertía rápidamente en estribillo, se unía un coro de mujeres que lo repetía musicalmente y algunas de ellas danzaban…: todo se improvisaba. Me quedé perplejo. Aunque estaba frente a un hecho poético, me sentía incapacitado para comprender completamente aquello. Allí Aristóteles no funcionaba.
Lo que había presenciado, traducido por un amigo angolano del chokue al “portuñol”, me impresionó mucho, especialmente por la mezcla coherente de expresiones culturales, bajo la guía de la poesía. El inmenso patrimonio cultural oral de los africanos incluía diversidad de artes musicales y danzarias, el uso ritual y festivo de sus conocimientos y saberes relacionados con la naturaleza, la sociedad y su cosmovisión, generalmente bajo la conducción de lo poético. La figura del griot ─sabios, intelectuales, comunicadores, historiadores, líderes de la palabra, “bibliotecas vivientes”…─ en estas prácticas desde la Antigüedad, ha resultado esencial y constituye la orientación aceptada de una autoridad ancestral reconocida en comunidades, que actúa de manera paralela a las civiles. Rogelio Martínez Furé me había comentado sobre ellos, pero nunca había tenido una experiencia vital que me demostrara lo incompleto de mi estructurada y limitada crítica de poesía.
Con las experiencias poéticas vividas en Cuba en los guateques campesinos y sus décimas y romances improvisados con la variedad de tonadas, las rumbas espontáneas con estribillo en algunas celebraciones, la combinación de alegres ritmos de tambores en ambientes festivos, junto a la innovación de actores que interpretaban sus ingeniosas improvisaciones, sabía que existía una poesía oral muy diferente a la lengua escrita. Sin embargo, no había calculado su dimensión cultural, que estaba invadiendo el espacio urbano legitimado. No pocas “actuaciones” con poesía en que participé posteriormente en varios países de América Latina, me permitieron comprender la evolución que había tenido el hecho poético al final de la centuria pasada. Fui testigo de la poética oral de pueblos aborígenes americanos, sus oraciones religiosas, los cantos líricos, los discursos poético-narrativos y testimoniales, las composiciones sentimentales y quejumbrosas de los harauí o los festivos huaynos, los himnos litúrgicos, entre otros. Observé cómo estas prácticas se incorporaban cada vez más al discurso de las ciudades. Estas obras me hicieron comprender la importancia de la poesía oral participativa, bajo ritmo y gestualidad: los mensajes se multiplicaban y se le reintegraba a la poesía su antiguo esplendor.
Hoy el lenguaje oral, visual, musical y escénico se puede preservar en varios soportes y necesitamos menos del lenguaje escrito para este propósito; sin embargo, si en los 80 se aseguraba por unos la orfandad de crítica, y por otros, la indigestión de esta, con la “metatranca”, en el momento actual no tenemos ni lo uno, ni lo otro. El Concurso Mirta Aguirre promovido por el ICL y la Biblioteca Nacional de Cuba José Martí premiaba las mejores reseñas, artículos y ensayos publicados en los medios cubanos en el año en curso; lo más interesante para mí no era conocer el premio, sino la convocatoria que acompañaba la premiación para hacer balance anual del estado de la crítica, con un panel de autorizados profesores, investigadores, periodistas y escritores; una vez se publicaron esos trabajos que pulsaban y registraban sincrónicamente la crítica en el país. En el caso de la poesía, se debatieron aspectos sobre “zonas oscuras” de esta a las que la crítica no llegaba, se cuestionaban polémicas generadas en torno a un tema de moda y se instaba a hacer visible y por escrito lo que se criticaba oralmente en eventos y pasillos sobre algunas poéticas poco efectivas o eficaces. La autolimitación para hacerlo, ayer y hoy, ha sido no buscarnos demasiados problemas con los criticados. Nada puede ser igual que antes, pero este referente merece atenderse.
Experiencias como la visita de Wole Soyinka en una Feria del Libro de La Habana y la presentación de Kamau Brathwaite en la Casa de las Américas, me revelaron la diversidad de caminos de la poesía a finales del siglo; para entonces, la gran mayoría de los poetas cubanos estaban distantes todavía de aquellas prácticas. Las críticas aristotélicas, que aún hacemos los editores de la poesía escrita, coexisten con estas poéticas diferentes, que completan ciertas tradiciones de la cultura. Ambas están ausentes de crítica en el momento actual. Desde el comienzo de la nueva centuria el papel desempeñado por la poesía se encuentra ineludiblemente vinculado a la comunicación y al hecho tecnológico, y han surgido manifestaciones vinculadas a las nuevas plataformas. Esta poesía tiene en cuenta otros requisitos ante el mundo audiovisual y escénico, aunque la publicación de libros impresos continúe constituyendo una opción paralela.
La metapoesía o la superación pasiva de la relación del autor con su público, que reflexiona sobre la propia naturaleza discursiva poética para que “el otro” participe, o la poesía virtual de la posmodernidad, ciberliteratura en formato digital que propone una novedosa función estética del lenguaje adaptada al hipertexto, la animación bi o tridimensional, la realidad virtual, entre otras formas, dejan a lo poético en un campo aún más complejo y heterogéneo, lejos de los saberes del editor de la era Gutenberg. No pocos aspectos escapan a los típicos conocimientos del crítico de poesía tradicional impresa, como el diseño digital, las técnicas fotográficas incorporadas, la animación interactiva, etc. Estos productos, que existen desde hace algún tiempo y cohabitan con el libro impreso, como coexisten el teatro y el video, exigen otros registros críticos. Hace unos veinte años asistí a una Feria de Guadalajara en que se presentó un libro y en el reverso de contraportada tenía un disco para hacer otro tipo de lectura, como adelanto de formas que hoy tienen un desarrollo notable. Desde entonces supe que tendría que coexistir otro editor para estos productos.
El peligro de realizar mal el trabajo crítico de la edición ahora no se localiza en la naturaleza de estas recientes plataformas, sino en las deformaciones introducidas en los requisitos para editar en las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones. Algunos aspectos conspiran contra el pensamiento crítico en ellas, como el autoritarismo y la vanidad. La autoridad de cualquier crítico se pierde con el autoritarismo, y la vanidad ─hasta de los más humildes, simples, sencillos, y aparentemente modestos─ que invade las redes, constituyen epidemias de esta centuria, no pocas veces con fuentes de ignorancia y generadoras de violencia. Todavía la crítica necesita mayor sociabilidad presencial para aumentar el conocimiento personal. Crear un clima apropiado para que sea positivamente constructiva la crítica como motor de cambio hacia la reflexión y la profundidad de los discursos poéticos, resulta impostergable. Aspiro a una edificación respetuosa, entre todos, de esta atmósfera crítica, aunque estemos en perfecto desacuerdo con algunas ideas o métodos, y no solo referidos a la crítica de la poesía.
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