Carpentier y las artes visuales (II)
3. Los arquitectos y la arquitectura
La pasión de Carpentier desde muy joven por “ordenar/desordenar/volver a ordenar” el espacio lo llevó a comenzar a estudiar la carrera de arquitectura que no concluyó. De la misma manera, su ímpetu paralelo por alterar del tiempo —detenerlo, retardarlo, acelerarlo… y hasta cambiarle el sentido—, atrajo su interés por estudiar música por su cuenta. En la década del 50, cuando establecido en Caracas escribía para El Nacional, no solo había madurado y cristalizado esas pasiones en sorprendentes narraciones literarias muy reconocidas; son algunas, El reino de este mundo, de 1949, localizado en espacios marginales para Occidente, y Viaje a la semilla, de 1944, una experimentación fabulosa con el uso del tiempo, además del fundamental ensayo solicitado de La música en Cuba, de 1946, que resultó definitivamente fuente para sus posteriores novelas. Como periodista cultural escogió temas de estas grandes preferencias que lo acompañaron desde que con 17 años emprendió su primer trabajo periodístico sobre música. Esta ininterrumpida actividad en revistas y periódicos cubanos y extranjeros, han hecho posible que se pudieran escoger no solo sus trabajos sobre artes visuales ya mencionados en las anteriores partes de este trabajo, sino también sus ya clásicos tres tomos de una selección de cincuenta años de publicaciones sobre música y músicos en revistas y periódicos, que la Editorial Letras Cubanas por los años 80 dio a conocer con el nombre de Ese músico que llevo dentro, bajo la edición de Zoila Gómez y la entusiasta dirección de Radamés Giro e impulso de Pablo Pacheco.
Estudió a muchos arquitectos y en las páginas del periódico venezolano comentó al catalán Antoni Gaudí —1852-1926—, tuvo muy presente en varios artículos al estadounidense Frank Lloyd Wright —1867-1959—, y le dedicó varios artículos por quien mantuvo su efusión debido a la enorme genialidad del francés Le Corbusier —1887-1965—, quien revolucionó la arquitectura en el mundo. Otros trabajos se añadían que pulsaban la transformación que se venía dando en la teoría y las artes constructivas con la experimentación, el funcionalismo, el urbanismo… Esta preocupación se convirtió en ocupación por los años 60, cuando mentalidades pacatas y dogmáticas quisieron ver la arquitectura solamente como un compendio de técnicas constructivas para solucionar problemas con el espacio social, sin tener en cuenta la belleza y la estética, así como su integración en el entorno con el urbanismo, como parte de la cultura del ser humano para lograr un hábitat más funcional y bello.
Gaudí diversificó los materiales constructivos con predominio de las cerámicas en la época del “modernismo catalán” y estableció un sello creativo personalísimo a sus obras arquitectónicas, marcado por la búsqueda de nuevas soluciones estructurales que tributaran a un vínculo más orgánico o de mayor semejanza con la naturaleza real o fantástica. Audaz para conseguir este objetivo y desprovisto totalmente de rigidez racionalista, construyó dos “raras” casas que le dieron fama y hoy son emblemáticas, una sorpresa que llegó al detalle de los aspectos singulares del mobiliario: la Casa Batlló —1904-1906— y la Casa Milá —1906-1912—, aunque en su tiempo fue muy criticada por “barroca” y excesivamente fantasiosa. Los empeños de Gaudí comenzaron en Barcelona por la construcción del templo de La Sagrada Familia en 1882, que nunca dio por concluido, y dejó una escuela que buscaba un nuevo lenguaje arquitectónico. En los Pabellones Güell de su ciudad, construido entre 1883 y 1887, el arquitecto catalán mezcló materiales y decoraciones diversas, como parte de un proyecto para la arquitectura del futuro, en que el diseño y la artesanía se integraron a la arquitectura.
En “Gaudí, el alquimista”, Carpentier lo calificó como un visionario a partir de la publicación de un ensayo de José Luis Sert, significándose que fue el primero que tuvo una conciencia de lo que posteriormente se ha dado en llamar “texturas”; se trata del empleo de nuevos materiales que transformaron al arquitecto en escultor, al intervenir espacios con valores artísticos. Conseguir armonías abstractas, ritmos y encrespamientos que semejan los movimientos de la naturaleza, los singulares caracoles gigantes, bocas de monstruos, mosaicos multicolores, formas de árboles —asimétricos e inclinados, como son ellos—, producen lo que el cubano llamó una “alquimia arquitectónica”. La hibridez de ese estilo único, conseguido con sus concesiones al gótico —presente en ojivas y rosetones— y al barroco —por el abigarramiento decorativo expresado—, obtiene unas raras combinaciones que le ofrecen un sello personalísimo a sus construcciones.
Carpentier le señala a Gaudí “un problema contrario al espíritu mismo de la arquitectura”, pues: “La arquitectura constituye, acaso, con la música polifónica, la más pura creación del hombre. El Partenón nada tiene que ver ni con un pino ni con un ciprés. Puede ser que la cercanía del pino y del ciprés contribuyan a hacer resaltar la hermosura de sus proporciones. Pero, por eso mismo: porque se trata de proporciones que obedecen a módulos creados por el hombre”. Para el intelectual cubano la respetable obra original de Gaudí intentaba lograr un resultado de oro por la manipulación del hombre, a partir de sustancias que estaban en la naturaleza, tal y como lo practicaron los antiguos alquimistas; sin embargo, la imitación a la naturaleza no consigue ser ella misma nunca. He ahí la perspectiva fallida que encontró el cubano en estas obras. Como americano moderno, prefirió a quien no quiso copiar la Natura, sino sumarse a ella e integrarse amablemente, como lo hizo Wright.
El arquitecto norteamericano, creador reconocido internacionalmente y precursor de la llamada “arquitectura orgánica”, logró una concepción de amplia comunicación con el exterior, construida en varios territorios de Estados Unidos, con paisajes y tradiciones diferentes en que los diversos materiales que utilizaba, según el entorno natural, pues constituía un requisito esencial. Amplios ventanales, vegetación y luz, y relación con el entorno, caracterizaron sus construcciones. Su obra más conocida fue la llamada “Casa de la Cascada” —1936-1939—, en Pennsylvania, que lo consagró en la fama, aunque la diversidad de casas construidas anteriormente le habían dado un crédito notable. Una de sus últimas obras fue el Museo Guggenheim, en Nueva York, diseñado en 1959 de manera circular y con rampas para subir de un piso al otro, pues no tenía mucho espacio y el museo debía acoger cuantiosas obras de arte que seguían creciendo; en su momento, fue criticado por su forma de “concha” y no dejar mucha amplitud para la observación de las piezas.
Cuando Wright cumplió 84 años en 1952, el cronista cubano reseñó su carrera de magnas realizaciones, comenzando por “la casa más famosa del mundo”, también llamada Casa Kauffman —la referida Casa de la Cascada—, “que parece volar sobre la catarata”, hasta otros diversos proyectos cuyo objetivo fue “meter la pradera dentro de la casa”, que se traducía en lograr una integral colaboración entre lo edificado y el medio natural circundante. El edificio Larkin, de Buffalo, o una serie de casas sobre el desierto de Arizona, entre cactos y piscinas, dan fe de esta integración. Constantemente Carpentier menciona a Wright al referirse a la ampliación de materiales constructivos usados, como el acero o el cristal, cuando en la arquitectura moderna los interiores se ponían en función de los exteriores. Si bien Wright fue un gran innovador que propuso nuevas relaciones en el hábitat del ser humano, nada comparable con el ingenio de Le Corbusier.
Más allá de su genialidad como arquitecto, el francés fue un brillante teórico de la arquitectura con varios libros publicados, un visionario como urbanista y un artista en la decoración de interiores, incluyendo sus creaciones como pintor y escultor. En 1954, en la crónica “El asombro Le Corbusier”, se mencionan sus libros fundamentales: Hacia una arquitectura, Urbanismo, La ciudad radiante, Cuando las catedrales eran blancas… En ese artículo se señala la importancia de los 28 números de la revista El Espíritu Nuevo, publicación en que debatía sobre los problemas de la plástica, la literatura, el cine, la arquitectura y el urbanismo. Le Corbusier participaba como pintor —firmando sus telas con el nombre de Jeanneret, con naturalezas muertas “que conjugaban y superponían formas de cristal, mástiles de violines, superficies de distintas texturas, en armonías sobrias y planas”—, pero sobre todo exponía sus fundamentos de la estética arquitectónica, planteándose una ética de construcción. Desde ese momento consiguió abrir las puertas a la arquitectura del mañana, a la plástica pura, al cine del futuro y a “la música de los Hindemith y los Satie…”. A esas alturas, el arquitecto francés ya había realizado más de mil obras por el mundo.
En una crónica del año anterior, “Le Corbusier en la India”, se esbozaron las ideas originales en favor del funcionalismo, que habían sido publicadas en la revista mencionada y develaba uno de sus hallazgos arquitectónicos más importantes. El arquitecto francés cumplió una solicitud para construir la nueva capital del Pendjab, en la India; el problema del calor allí fue tan severo que se replanteó los fundamentos de su oficio. Al regresar, concedió unas declaraciones a su amigo, el pintor Fernand Leger: “En aquel país, no se trata de crear comodidades, sino de crear sombras. Sombras a ciertas horas del día, teniéndose en cuenta, además, los cambios de las estaciones. Creo que lo lograré con un sistema de ‘quiebrasoles’ y de superficies-sombrillas”. Le Corbusier había inventado el brisareis, uno de los recursos más geniales de la arquitectura moderna, en que se deja pasar la brisa, pero no el sol ni el agua.
El intelectual cubano se preocupó de los espacios y los tiempos en la ciudad del futuro. El descomunal crecimiento de las ciudades en muy pocas décadas y la generalización para que sus habitantes puedan tener en el día 8 horas laborales, 8 de sueño o descanso y las otras 8 dedicadas al ocio, hizo que el siglo xx diera una alarma a los arquitectos. Carpentier sintió que era necesario dar la alerta en “La hora de los arquitectos”, de 1952. Los horarios y las distancias en las grandes ciudades convierten al ciudadano de ellas en esclavos ocupados para trabajar usando unas 13 horas al día. De esta manera, hizo un llamado para continuar con la idea de Le Corbusier, quien para acortar trayectos entre el hogar y el trabajo o el estudio, debía hacerse como en una ciudad “horizontal” como Marsella. En “El fin de la arquitectura clásica” se refirió a la desaparición total en la arquitectura moderna en relación con los “órdenes clásicos”. El uso del concreto armado, el empleo del acero y el cristal, y de ampliar los conceptos funcionales del medio ambiente, pulverizaron estos “órdenes”. Y se pregunta: “¿Cómo es posible, pues, que en menos de veinte años, los arquitectos hayan renunciado totalmente a una tradición de varios siglos?”. En “El fin de una era”, de 1953, vuelve sobre el tema, pues se asombra que se abandonen factores culturales y prácticas tradicionales de técnicas y elementos que estuvieron presentes durante centurias.
Una advertencia interesante realizó el pensador cubano en el artículo “Texturas”, de 1953: “Junto a la superficie lisa, la superficie rugosa; frente a lo ondulante, lo rectilíneo; sobre el espacio severo, el espacio alveolado, ligero, que se dibuja como un encaje geométrico. Hay planos horizontales y verticales en contraste; materias estriadas, nervadas, junto al mosaico o al simple rectángulo de color unido…”. Estas observaciones advierten los nuevos rumbos para “especular con las texturas” y concebir una nueva estética para la arquitectura. Acertadamente considera que aportes a la sensibilidad plástica del ser humano en las vanguardias, como el cubismo, le otorgaron una mayor atención al sentido de las texturas en materias como piedras, maderas, textiles… “La ciudad moderna”, de 1955, se detuvo en otro aspecto: el nacimiento del barrio en las grandes ciudades; Carpentier afirma: “Pero veo muy próximo el día en que el hombre pierda toda curiosidad por salir de su barrio y visitar la ciudad en que vive... ¿Para qué?... ¿Para hallar lo mismo en todas partes?...”. Y en “La ciudad del siglo xx”, de 1958, comentó lo que le dijo un amigo: “El siglo pasado, tan fecundo en la creación literaria, plástica y musical, ha sido totalmente incapaz de crear un estilo arquitectónico”. Carpentier compartió completamente esta razón del amigo.
La obra periodística de Carpentier relacionada con las artes visuales no se agota en estas glosas. Atento a lo que sucedía en cada momento, siempre fue un escritor moderno y alertado a los cambios. Siguió los pasos de otros grandes arquitectos del siglo: el alemán Walter Gropius, el austriaco Richard Neutra, el estadounidense Ludwig Mies van der Rohe y el brasileño Oscar Niemeyer. Su obra literaria y periodística estuvieron al lado de las mejores causas en la lucha por la justicia social, bajo un sentido universal en el análisis de los procesos culturales. Veía bien y pronto en la escala del mundo, por ello cataba con acierto lo nuevo y los nuevos, bien en artes visuales o en música o en otras manifestaciones, sin prejuicios ni sesgos de ninguna índole por condición de nacionalidad, religión o ideología política; por preferencia sexual o la simpleza del color de la piel. Fue a veces incomprendido por ignorantes, tergiversado por envidiosos, mal juzgado por miopes o débiles visuales en política, etiquetado por conservadores y tradicionalistas apegados a lo que conocían sin relacionarlo con la verdadera cultura del mundo. Su obra literaria y periodística sigue viviendo entre los mejores cubanos como parte de uno de los legados más importantes de la cultura cubana.
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