Jacobo Árbenz se propuso implantar una tímida Reforma Agraria. Foto: El ciudadano.
Estaba entrando en el vestíbulo del flamante Retiro Odontológico —hoy Facultad de Economía— donde el mural de Mariano ocupaba la pared de la derecha. Alguien avanzaba en dirección contraria. Al caminar por mi lado, musitó: “la policía está arriba”. Eran los años de la dictadura de Batista. Los incautos cayeron en la redada. Pasaron la noche en el Buró para la Represión de Actividades Comunistas (BRAC) y salieron debidamente fichados. Nos habían invitado a integrar un simbólico Comité de solidaridad con Guatemala. No podíamos negarnos. Los trágicos acontecimientos ocurridos en ese país nos habían estremecido. Por mi parte, desde mis estudios de historia del arte, yo soñaba con visitar Chichicastenango, que atesoraba ricos testimonios de la cultura maya.
Mientras dominaron sangrientas dictaduras, descritas por Miguel Ángel Asturias en El señor presidente, un clásico de la narrativa en nuestra lengua, la prensa internacional ignoró la existencia del pequeño país centroamericano. En última instancia, era un feudo de la United Fruit, que exportaba plátanos hacia el mundo entero.
Con el derrocamiento de Ubico, las primeras elecciones libres llevaron al gobierno a Juan José Arévalo, un político que aspiraba tan solo a instaurar una democracia burguesa. Según lo establecido en todas partes, la United Fruit tendría que pagar impuestos. La apertura favoreció que, invitados por la FEU, estudiantes guatemaltecos visitaran Cuba. Los conocí entonces. Estaban entusiasmados con la perspectiva de construir un país. Por nuestra parte, sentimos un poco de envidia, aunque muchos de ellos caerían después, víctimas de la represión.
Para la United Fruit, la movida de Arévalo fue una mala señal. La guerra fría había sucedido al conflicto bélico mundial. En Estados Unidos se promovía la histeria anticomunista. El macartismo perseguía a los supuestos militantes, a los izquierdistas considerados compañeros de viaje y hasta a los amigos de unos y de otros. Con el apoyo de Ronald Reagan, futuro presidente de la nación, Hollywood constituyó un objetivo fundamental. Charles Chaplin se instaló en Europa. Otros encontraron refugio en México. En Cuernavaca se consolidó una pequeña colonia norteamericana. Bajo la presidencia de Eisenhower, el secretario de Estado John Foster Dulles y su hermano Allen, director de la CIA, se comprometieron de lleno en la acción desestabilizadora contra el pequeño país. Había que intervenir con rapidez. El primer paso consistía en predisponer la opinión pública nacional e internacional. Se confeccionó un expediente falaz distribuido en la prensa liberal que, siguiendo esas pautas, enviaría corresponsales al lugar. De repente, Guatemala salió de la oscuridad. Empezó a ocupar titulares en los periódicos más respetados. Era la plataforma mediática para una escalada de demonización que justificara, en el momento adecuado, el uso de las armas.
La campaña subió de tono cuando el sucesor de Arévalo, Jacobo Árbenz, se propuso implantar una tímida Reforma Agraria. El proyecto atravesó largas negociaciones con los terratenientes, incluida la United Fruit. Con el respaldo logístico de Estados Unidos, militares cómplices del imperio se entrenaban en El Salvador y en Honduras. Reclutaron mercenarios. Disponían, además, del apoyo irrestricto de Somoza en Nicaragua. Se iba cerrando el cerco. Frente al peligro inminente, Árbenz procedió con suma cautela. No organizó la resistencia popular. Un joven médico argentino nombrado Ernesto Guevara intentó en vano colaborar con el Gobierno. A la invasión a través de la frontera se sumó el bombardeo de una capital inerme. Solitario, el canciller Torriello enfrentó a Foster Dulles en la OEA.
La instauración de Castillo Armas en el Gobierno desató una represión implacable. Las embajadas latinoamericanas acreditadas en Guatemala se llenaron de asilados a quienes las autoridades se negaban a entregar los salvoconductos. La represión alcanzó a intelectuales, sindicalistas y dirigentes campesinos. Era apenas el comienzo de una guerra sin cuartel que perduró durante décadas. El baño de sangre se abatió sobre los portadores de las culturas originarias, siempre discriminados por una sociedad carcomida por los prejuicios. Rigoberta Menchú ha sido testigo excepcional del padecer de los pueblos centroamericanos. Pudo disponer de la palabra y alzar su voz en nombre de los silenciados.
La fórmula aplicada en Guatemala sigue siendo la misma, aunque los recursos de la tecnología ofrezcan hoy mayor grado de sofisticación. El centro del poder hegemónico invierte sus recursos financieros en construir una opinión pública dócil. Lo hace de manera desembozada, usando canales oficiales. Emplea vías sinuosas a través de medios prestigiosos. En la actualidad se vale de las redes sociales para llegar a un destinatario bien identificado. Mediante un continuo bombardeo de imágenes lima la memoria histórica y también la del ayer más inmediato, de modo que el público no perciba las contradicciones del discurso, cada vez más asociado a la instigación de la violencia.
Cualquier intento de leves reformas sociales es demonizado. La debilidad del Estado y el espectáculo de la política quebrantan las bases de la democracia burguesa y el papel de los tres poderes consagrados por Montesquieu. En ese contexto, no vacila en acudir a las represalias económicas, a las formas más extremas de bloqueo y, si fuera necesario, a la intervención armada. Lo hemos vivido en carne propia. También lo saben los venezolanos. Pero la lección de Guatemala permanece vigente. Sabemos lo que sucedió y lo que vino después. Aprendimos también que la movilización consciente y participante del pueblo es la defensa más eficaz.
(Tomado de Juventud Rebelde)
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