Desde el mar observé por primera vez la ciudad que habría de hacerse mía. Era noche cerrada. El barco permanecía al pairo, en espera de la mañana, para entrar al puerto. Frente a nosotros, el arco luminoso del malecón parecía abrir los brazos en señal de acogida. Al desembarcar permanecí aturdida entre la estridencia de una polifonía de voces y el calor sofocante de un veraniego mes de noviembre.
La presencia tonificante del salitre empezó a entrarme por los poros. Poco a poco, paso a paso, fui conquistando la ciudad. A medida que iba creciendo, la mirada se extendía hacia horizontes más vastos. El comienzo de todo fue un barrio de La Habana Vieja. Mi callejuela tenía apenas tres cuadras, desde el entonces Palacio Presidencial, símbolo del poder político, hasta lo que en esa época seguían llamando «relleno», los parques alineados junto al canal de entrada al puerto. En ese ámbito pequeño inicié el aprendizaje de la realidad y la historia del país.
Foto: Gustavo Rivera
En el barrio convivían modestos oficinistas y dependientes del comercio, el abogado reducido a la condición de viajante de farmacia, la maestra jubilada con magra pensión, digna e impecable con su sempiterno vestido negro, así como aquellas otras graduadas normalistas que nunca consiguieron ubicación laboral. Algunos de mis coetáneos abandonaron la escuela y sus aspiraciones de deportistas para hacerse cargo del oficio heredado de sus padres.
Foto: Eduardo Reyes
Mañanera y puntual, de enérgico andar, Conchita Fernández era entonces secretaria de Fernando Ortiz. Lo sería luego de Eduardo Chibás y de Fidel. Completaban el panorama mis vecinas de la planta baja. Una de ellas ejercía la prostitución por cuenta propia y se convertiría más tarde en delatora al servicio de los esbirros de Batista. A través de la intensa actividad de la otra, sargenta política, descubrí los manejos de la maquinaria de los partidos tradicionales. Sin recato alguno, con la puerta siempre abierta, ella recibía a los peticionarios, apremiados por la urgente necesidad de cama en un hospital. En años de elecciones, el movimiento acrecentaba su ritmo con el trasiego constante de la compra y venta de votos.
Foto: Gustavo Rivera
Transcurría la Segunda Guerra Mundial. Herederos de una economía de plantación, a cambio del azúcar crudo, lo importábamos todo. Algunos antiguos palacios españoles, hoy restaurados, entonces almacenaban mercancías en los alrededores de los muelles y despedían la pestilencia causada por las cebollas y las papas en proceso de descomposición. El transporte marítimo priorizó, en convoyes destinados a evitar ataques submarinos, la entrega de recursos que demandaba una Europa involucrada en el conflicto bélico. Como consecuencia de ello, sufrimos la escasez de suministros. La ORPA, oficina encargada de regular la distribución de productos estratégicos, racionó la venta de gasolina, por lo cual algunos apelaron al llamado «carburante nacional» que utilizaba un significativo componente de alcohol. Escasearon los productos de aseo, la leche y la carne, tal y como lo describe Virgilio Piñera en un capítulo de acento costumbrista en La carne de René.
Foto: Eduardo Reyes
Durante la guerra, Estados Unidos instaló una base militar en las cercanías de La Habana. Tenía un club para oficiales en la esquina de Cuba y Peña Pobre. Los fines de semana, al anochecer, los vecinos cerraban prudentemente puertas y ventanas para evitar las vejaciones de quienes salían borrachos del Sloppy Joe’s, en espera de que la policía militar, con empleo de golpes y puntapiés, se ocupara de los más violentos.
Foto: Gustavo Rivera
Sin embargo, a pesar de nuestro modesto vivir, dependiente del «fiado» bodeguero, garrapateado con negrísimo carbón en las hojas de mugrientas libretas, estábamos en la periferia de La Habana profunda, que se extendía desde la zona portuaria hacia extensos territorios de la urbe. Allí se desahogaba la marinería al cabo de largas jornadas de abstinencia. Más allá, en las calles de La Habana, los ajustes de cuenta entre grupos en pugna se producían a tiro limpio.
Al entrar en la Universidad mis horizontes se ensancharon. Desde la altura de la simbólica escalinata, la ciudad se extendía a mis pies, bañada en el espléndido colorido del crepúsculo. Aprendí en las aulas. Crecí en el debate de ideas que animaba la vida estudiantil, portadora de la memoria viva de una historia de combate, en diálogo con los acontecimientos que sacudían la América Latina.
En la pequeña Guatemala, una revolución popular había intentado una tímida reforma agraria. El imperio se abalanzó con violencia extrema sobre el país inerme. Vivimos de cerca esa trágica experiencia. Habíamos conocido a algunos de aquellos jóvenes optimistas y confiados en un futuro mejor. Algunos cayeron, víctimas de la represión. Como ellos, también nosotros aspirábamos a construir un país, a forjar un proyecto de plena soberanía.
Foto: Gustavo Rivera
Los estudios de arte me enseñaron a descifrar los códigos de un universo edificado a lo largo de los siglos, memoria tangible atemperada al clima y al régimen de las brisas. Descubría las claves de un conjunto singular, hecho de las casas y de la gente que las habita, de su gestualidad, su vocerío y su comunicación afable. El amor a la ciudad creció cuando mis actos cobraron sentido en la dimensión más alta de un destino compartido con las grandes mayorías, en tanto partícipe, en mi tarea cotidiana, del empeño por refundar un país. Siento como propias sus lacerantes cicatrices.
El aniversario de su nacimiento convoca al recuento y a la reflexión serena, al análisis crítico, a la superación de nuestras deficiencias y al rescate de nuestros mejores valores. Ante las amenazas agigantadas del imperio, es hora de la marcha unida en favor de la independencia conquistada y en el propósito de seguir haciendo un país cada vez más justo.
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