América Latina en el periodismo martiano II
América Latina en el periodismo martiano I
IV
En el periodismo dirigido a la región, al referirse a Cuba, Martí puso énfasis en temas cruciales, al trazar justa imagen de algunos compatriotas. En periódicos como El Avisador Cubano o El Economista Americano de Nueva York, o en Patria y otros medios, como la Revista Universal de México o La Estrella de Panamá, fue un hábil propagandista de asuntos de la Isla. Promovió la obra de los más importantes escritores cubanos, apenas distinguibles para muchos, como José María Heredia, Julián del Casal, Cirilo Villaverde y Ramón Meza ─en el caso de Heredia y Casal, salvándolos para la historia, al enfrentar a cegatos extremistas y establecer sus verdaderos valores patrióticos y literarios─; de otros, destacó su eficaz prédica política, como en los casos de los llamados “Poetas de la Guerra” y José Joaquín Palma. Se refirió, igualmente, a educadores visionarios de firme ética, como José de la Luz y Caballero y Rafael María de Mendive, su maestro; o a críticos eruditos como Rafael M. Merchán, que dejaron una huella memorable en las publicaciones. Pintores de cubanísima raigambre que captaron su paisaje y su sociedad, como Juan J. Peoli y Joaquín Tejada, fueron comentados en notables artículos. Músicos de la talla de José White, que hacía vibrar el alma de la patria, estuvieron en su catálogo periodístico.
Al morir Juan José Baz, político y militar ─gobernador del Distrito Federal de Ciudad de México, a quien llamó “mexicano ilustre”─, dejó en El Economista Americano, de Nueva York, una nota en honor de quien se rebeló contra el despotismo eclesiástico en nombre de la libertad, con elocuencia e ímpetu recordados, a pesar de sus críticos. Y escribió una breve reseña en Patria ante la muerte en Italia del también mexicano Ignacio Altamirano, el “indio, americano y demócrata”, en que no pudo destacarlo por su escritura de El Zarco ─una de las novelas más importantes de la literatura de su país, pues, aunque fue escrita entre 1886 y 1888, se publicó póstumamente en 1901─, sino porque fue uno de los grandes liberales que combatió la invasión francesa. Los dos, Baz y Altamirano, participaron en la Guerra de la Reforma (1858-1861), último intento de la Iglesia Católica por restablecer la monarquía, que provocó la intervención francesa en México.
No es muy conocido un primer artículo bajo el título de “Nuestra América”, publicado también en El Partido Liberal de México, pero en 1889, dos años antes del más estudiado y citado. Posiblemente este trabajo estuviera más enfocado en llamar la atención en México sobre Argentina, que, como hemos señalado, era el otro gran polo cultural latinoamericano. Se extiende en las ilustraciones de El Sudamericano de Buenos Aires y se permite llamar la atención sobre lo que con el tiempo se ha convertido en un virus: usar palabras extranjeras, cuando existen equivalentes en nuestra lengua, una dejadez cómoda y peligrosa, pues aunque se crea que el tema resulta de menor importancia, se trata de emplear la palabra, un arma muy poderosa para quienes tienen desventajas. En ese sentido, comenta que en las fechas ilustres “a lo lejos, con letras de luz, dice Libertas: ¿Por qué no ‘libertad’ en español? ‘Libertad’ es palabra tan bella y entera que Walt Whitman, el poeta patriarcal del Norte, nunca la dice en inglés, sino como la aprendió a decir de los mexicanos” (José Martí. Obras completas, cit., t. 7, p. 351).
La exaltación de poetas que cantaron a la naturaleza y a la sociedad, revelando el espíritu de sus pueblos con el mejor lenguaje, constituyó una prioridad del Apóstol en su periodismo. Por ello, no escatimó elogios a la obra de Olegario Andrade ─fundador de El Porvenir, cerrado por Bartolomé Mitre por criticar su política porteña en la guerra contra Paragüay─, quien ganó un certamen en que le cantó a Víctor Hugo; Martí tuvo en cuenta que escribió para el mundo, con el mérito de no descuidar la armonía con la naturaleza. Tiene tiempo también para hablar del joven escultor caraqueño Rafael de la Cova, autor de la estatua de Simón Bolívar.
No descuidaba la promoción de jóvenes escritores y artistas hispanoamericanos que emergían, pero tampoco de quienes estaban un tanto olvidados, como el poeta mexicano Juan de Dios Peza, de considerable obra periodística y para el teatro, y destacado en la tribuna y en la academia; partidario ferviente del liberalismo, hizo carrera política, pero tras el abandono de su esposa que dejó atrás a los dos hijos ─lo contrario es muy frecuente pero casi nadie lo advierte debido a un patriarcado aún latente─, debió dejar sus actividades: su dolor “embelleció sus versos”, y Martí le publicó un generoso artículo. Otro tanto hizo cuando falleció Juan Carlos Gómez ─periodista nacido en Uruguay cuando formaba parte de Brasil; hijo de un oficial portugués que se radicó en Argentina─, a quien defendió a pesar de su vigoroso y exagerado estilo romántico en poesía y de su polémica vida bajo controvertidas posiciones; su historia le dio pie a la siguiente reflexión: “Nuevo es el problema americano, y más difícil que otro alguno, pues consiste en unir de súbito, lo cual no puede ser sino de modo violento, los extremos de la civilización, que en todo el resto de la Tierra se ha venido naturalmente edificando” (José Martí. Obras completas, cit., t. 8, p. 187).
Todavía con mayor sutileza, precisión y tacto, pero con verdades completas, trató en su periodismo a figuras esenciales, como la del argentino José de San Martín. Un ejemplar resumen de su vida que, leído bien, lo dice todo: “Era el niño pobre de la aldea jesuita de Yapeyú, criado al aire entre indios y mestizos, que después de veintidós años de guerra española empuñó en Buenos Aires la insurrección desmigajada, trabó por juramento a los criollos arremetedores, aventó en San Lorenzo la escuadrilla real, montó en Cuyo el ejército libertador, pasó los Andes para amanecer en Chacabuco; de Chile, libre a su espada, fue por Maipu a redimir el Perú; se alzó protector en Lima, con uniforme de palmas de oro; salió, vencido por sí mismo, al paso de Bolívar avasallador; retrocedió; abdicó; pasó, solo, por Buenos Aires; murió en Francia, con su hija de la mano, en una casita llena de luz y flores. Propuso reyes a la América, preparó mañosamente con los recursos nacionales su propia gloria, retuvo la dictadura, visible o disimulada, hasta que por sus yerros se vio minado en ella, y no llegó sin duda al mérito sublime de deponer voluntariamente ante los hombres su imperio natural. Pero calentó en su cabeza criolla la idea épica que aceleró y equilibró la independencia americana” (Ibídem, p. 225).
Más problemático fue referirse al prócer venezolano José Antonio Páez, a quien no dudó en llamar “Un héroe americano”, “aquel que sin más escuela que sus llanos, ni más disciplina que su voluntad, ni más estrategia que el genio, ni más ejército que su horda, sacó a Venezuela del dominio español en una carrera a caballo que duró dieciséis años” (Ibídem, p. 212). Fue común en el Apóstol que, con ese respeto para referirse a fundadores de naciones, también señalara o identificara errores que lamentablemente no pocas veces han sido reproducidos y ampliados por sucesores, ocasionando desde entonces males que se repiten: “Erró después: creyó que el brazo es lo mismo que la frente, vencer lo mismo que juzgar, pelear lo mismo que gobernar, ser caudillo de llaneros lo mismo que ser presidente de república; pero ¿quién que sea digno de mirar al sol verá antes sus manchas que su luz?” (Ibídem, p. 213). Esta última idea de las manchas del sol, en otro contexto, se la enfatiza a los niños de América en una revista dirigida a ellos: La Edad de Oro.
No era común dedicarse a escribir una publicación periódica ─de la que solo pudo sacar de imprenta cuatro números, entre julio y septiembre de 1889 en Nueva York─, destinada a la infancia americana, posiblemente una de las primeras en su género en el mundo. Solo quien creía firmemente en la necesidad del futuro emancipatorio del continente, podría empeñarse en tal empresa. Los números de La Edad de Oro fueron redactados en su totalidad por Martí y editados por su amigo A. Dacosta Gómez. El ambicioso proyecto, postergado por falta de financiamiento y truncado para dedicarse más a Cuba, intentaba cubrir las necesidades más urgentes de “instrucción ordenada y útil” para cada país americano de lengua española, y estaba encaminada a inculcar el “sentimiento más que lo sentimental, a reemplazar la poesía enfermiza y retórica que está aún en boga, con aquella otra sana y útil que nace del conocimiento del mundo” (José Martí. Obras completas, cit., t. 18, p. 296).
La Edad de Oro no es una revista de poesía, ni siquiera literaria. Desde su portada la definía como “publicación mensual de recreo e instrucción dedicada a los niños de América” (Idem). Los números, de 32 páginas a dos columnas, de bien escogida tipografía y oportunas láminas y excelentes dibujos, y al precio de 25 centavos, constituyeron un ejemplo de fineza y arte, claridad y ecumenismo. Se incluyeron temas de todas las historias; de los seres humanos, las cosas y la industria; de leyes y de la evolución de la naturaleza. Biografías y viajes, costumbres y fábulas, cuentos y divulgación científica y técnica, con el lenguaje ajustado a las edades a que va dirigido el texto, conformaron un material idóneo para la enseñanza, y la mayoría de sus textos han trascendido hasta el presente. Con su encantador verbo, resume la intención de la revista: “Para los niños trabajamos, porque los niños son los que saben querer, porque los niños son la esperanza del mundo” (Ibídem, p. 302).
El periodismo martiano sobre América Latina constituye el programa ideológico, entendido como tratado y estudio de todas las ideas ─económicas, sociales, históricas, políticas, jurídicas, religiosas, culturales…─, más abarcador que conozco, y podría resumirse como un proyecto cultural para reivindicar una civilización: la que sucumbió con la invasión colonizadora europea, la que se independizó desde el punto de vista político y la que necesitaba de todas las demás emancipaciones ─de manera fundamental, la económica, comercial y financiera─ para completar su propia identidad, independencia y soberanía. En medio de la lucha por la libertad de Cuba, Martí atendió la comunicación con una parte del mundo vital para la Isla, y en pleno proceso de la modernidad, se le revelaron las claves de un mundo nuevo. El espíritu que acompañaba esta transformación que vivió desde Estados Unidos, rompía con todos los esquemas conocidos hasta entonces. Se trataba de un cambio civilizatorio.
El Apóstol vio la tempestad. Conoció a Ariel ─el llamado en la mitología “león de Dios”─ antes que el ensayista uruguayo José Enrique Rodó, quien en 1900 formulara el peligro del utilitarismo de Estados Unidos para los pueblos hispanoamericanos, y antes de que Rubén Darío lo denunciara en su “Oda Roosevelt” y “Los cisnes” en Cantos de vida y esperanza, de 1905. Martí no confundió los personajes como Rodó, ni personificó esos peligros en un presidente. Quien había afirmado con mucha determinación que “con los pobres de la tierra / quiero yo mi suerte echar”, sabía que éramos Calibán ─Caliban, me rectificaría Roberto Fernández Retamar─; somos los pueblos mestizos de sangre indígena, europea, africana, y muchas más, que emprendimos un camino inédito. Conocía que todo lo que quedara de aldea en América hispana debía despertar; estaba al tanto de que no había batalla entre civilización y barbarie, sino entre falsa erudición y naturaleza; había advertido que el problema de la independencia no era un cambio de formas, sino de espíritu, y que con los oprimidos había que hacer causa común: estaba convencido de que crear fue y es la palabra de pase de las nuevas generaciones de América Latina. Para colaborar en todos esos empeños, abrazó el periodismo.
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