Para honrar a José Martí no se necesitan fechas especiales, pero algunas tuvieron relevancia particular en su vida. Dos de ellas fueron el 10 y el 11 de abril de 1892 y 1895, respectivamente. Con la fundación del Partido Revolucionario Cubano, la primera evidenció el propósito de rendir tributo de lealtad y superación a la Asamblea de Guáimaro, que en 1869 fue el primer intento en grande de darle a Cuba un sano rumbo republicano y de civilidad desde la gesta independentista iniciada por Carlos Manuel de Céspedes el 10 de octubre anterior.
Al no lograrse con diez años de guerra la independencia de Cuba, esos ideales seguían en pie cuando en 1892 se proclamó constituido el Partido Revolucionario Cubano el 10 de abril. Su fundador, José Martí, procuraba dotar a Cuba de la organización política que, conjurando obstáculos que la Asamblea de Guáimaro propició o no pudo impedir —como la desunión afincada en contradicciones diversas, que incluían las propias de concepciones regionalistas y el choque entre militarismo y civilismo—, asegurase no solo la eficacia de la nueva contienda. Sabía también indispensable sentar las bases para la república moral que legitimara los sacrificios, y que él concebía con perspectiva eminentemente popular.
Sin pretender esbozar siquiera un análisis de la importancia de ese partido, apúntese que Martí buscaba que reuniese las condiciones —fines y calidad— por las que el 3 de abril de 1892, en Patria, cuando aún no estaba constituido, sostuvo: “El Partido Revolucionario Cubano, es el pueblo cubano”. Tal definición habla tanto de las miras que él personalmente encarnaba, como de requisitos válidos para toda organización política que intente representar y defender los destinos de un pueblo.
Refiriéndose al Partido Comunista responsabilizado con el empeño de construir el socialismo en Cuba, Fidel Castro reconoció su “precedente más honroso y más legítimo” en el que Martí fundó para alcanzar con firmeza ética la mayor unidad posible en un frente nacional de liberación. Ese precedente continúa siendo una pauta viva.
El Partido Revolucionario Cubano representaba necesariamente una fuerza nacional pluriclasista, pero con presencia mayoritaria de sectores humildes, y con un guía que echó de veras su suerte con los pobres de la tierra. También, por tanto, debía enfrentar el obstáculo representado por quienes no estaban dispuestos a aceptar ese rumbo, y preferirían un amo extranjero que les asegurase los privilegios que detentaban.
La claridad con que Martí vio esa realidad se aprecia en el discurso del 26 de noviembre de 1891 a lo largo del cual refutó a quienes se oponían a la aspiración, sustentada en ese texto, de una república fundada “con todos, y para el bien de todos”. Con esa vocación unitaria libre de ilusiones engañosas —que a menudo afloran en algunos modos como se cita el discurso— avanzaba entonces hacia la redacción de los documentos rectores del Partido Revolucionario Cubano, y su proclamación.
Era un partido para el combate, incluido el ideológico, y el 10 de abril de 1895 Martí dio a sus colaboradores Benjamín Guerra y Gonzalo de Quesada Aróstegui la siguiente indicación relativa al Manifiesto de Montecristi, fechado el 25 de marzo anterior: “De prisa y bien repártanlo. Que en todas formas cunda en Cuba, no perdonen esfuerzo para esparcirlo en Cuba. De pensamiento es la guerra mayor que se nos hace: ganémosla a pensamiento”.
Se necesitaban “trincheras de ideas” —a las que Martí se refirió en “Nuestra América”, ensayo publicado al rayar 1891—, pero también las “trincheras de piedra” mencionadas en ese mismo texto. Cuanto hiciera el Partido Revolucionario Cubano debía contribuir a la eficacia de la lucha armada, y a la calidad de la república futura.
En la campaña armada estaba el propósito inmediato, y a prepararla se consagraba el líder, quien tuvo la responsabilidad de firmar la orden de alzamiento y haría todo lo que estuviera a su alcance para ocupar su lugar en la gesta, y llegó a suelo cubano el 11 de abril de 1895. Quizás pudo haberle gustado hacerlo el 10, por el simbolismo de la fecha, pero las circunstancias no estaban para plantearse tal opción, sino para incorporarse a la guerra cuanto antes, y él, Máximo Gómez y sus cuatro compañeros expedicionarios tuvieron que afrontar diversos y fuertes obstáculos que les dificultaron el camino.
El recorrido de Martí desde Nueva York hasta Cuba pasando por tierras y mares de las Antillas, lo ha tratado el autor de este artículo en otros, incluidos dos recientes, localizables en Cubaperiodistas: “El 25 de marzo en José Martí” y “En los 130 años del Patria de José Martí”. Además de detenerse en los nexos entre el Partido Revolucionario Cubano y ese periódico —nacido casi un mes antes de que se proclamara la organización política—, recordó la tenacidad con que el Maestro logró trasladarse a Cuba, contraviniendo incluso criterios opuestos que respondían a intenciones variopintas requeridas de tratamiento aparte.
En la etapa final del recorrido hasta Cuba de aquellos seis combatientes, los auxilió el capitán del vapor alemán Nordstrand, cuyo servicio funcionó como un deus ex machina. Pero recibió su paga, y el compromiso adicional de una indemnización también apreciable si perdía su empleo por asumir una tarea ajena a su cometido laboral. El tema lo aborda el autor en Aún algo más sobre ¿Martí masón?, volumen publicado en Islas Canarias en 2015, y cuyo texto apareció antes como parte de su libro Ensayos sencillos con José Martí (La Habana, 2012).
El capitán del vapor dejó a los expedicionarios considerablemente lejos de la costa cubana, en noche oscura y tormentosa, y tuvieron que remar denodadamente. Así llegaron, como escribió Martí en su Diario de campaña, a “La Playita, al pie de Cajobabo”. Para él lo decisivo fue estar ya en la patria, para combatir por ella, y su estado de ánimo lo plasmó en el mismo Diario: “Salto. Dicha grande”.
Consumaba lo que en carta del 25 de marzo había escrito a Federico Henríquez y Carvajal: “Ahora hay que dar respeto y sentido humano y amable, al sacrificio”. Si esa aspiración había sido norma natural de su vida, en campaña lo sería especialmente. A Carmen Miyares le escribió el 16 de abril: “Solo la luz es comparable a mi felicidad”. Nada de temeridad irresponsable ni afán suicida, que habría sido renunciar a la consumación de los ideales que abrazó desde la infancia.
Su muerte fue un duro golpe para la causa independentista. Sin él, nada sería ya igual. Ni la constitución de la República en Armas, meta a la que se dirigía cuando el día antes de caer en combate le escribió a Manuel Mercado: “seguimos camino al centro de la Isla, a deponer yo, ante la revolución que he hecho alzar, la autoridad que la emigración me dio, y se acató adentro, y debe renovar conforme a su estado nuevo, una asamblea de delegados del pueblo cubano visible, de los revolucionarios en armas”.
Fuera de esa asamblea ninguna autoridad podría decidir que él saliera de Cuba, a lo que vale inferir que apuntan líneas posteriores, y vale por lo menos plantearse a quién podría habérsele confiado la conducción política de la contienda, si no a él, que la había hecho posible. No obstante, escribe también a Mercado: “en cuanto a formas, caben muchas ideas, y las cosas de hombres, hombres son quienes las hacen. Me conoce. En mí, solo defenderé lo que tengo yo por garantía o servicio de la revolución. Sé desaparecer. Pero no desaparecería mi pensamiento, ni me agriaría mi oscuridad.—Y en cuanto tengamos forma, obraremos, cúmplame esto a mí, o a otros.
Pero muerto él, el Partido Revolucionario Cubano cayó en malas manos. Solo si se ignora, o se quiere ignorar, lo trazado por el propio Martí en los Estatutos del Partido —titulados secretos, pero públicos desde el comienzo—, se puede decir que él dejó indicaciones de preferencia personal para que lo sustituyeran si moría. Dichos Estatutos fijaban cómo llevar a cabo esa sustitución, y él mismo insistió en que solo aquella asamblea en armas podía decidir cuál sería no solo su papel personal en la república que se constituyese, sino el destino del propio partido, cuyas funciones era natural esperar que se ajustaran a las exigencias de la guerra.
Uno de los modos de rendirle homenaje al creador de esa organización puede hallarse en valorar lo que su muerte significó no únicamente para su patria, sino para nuestra América y el mundo todo. Procede recordar el papel que él vio en las Antillas —vale decir: particularmente en Cuba y en Puerto Rico, aún entonces colonias de España— para poner contención al expansionismo de los Estados Unidos.
Su plan revolucionario —al que él se refirió en la carta citada a Henríquez y Carvajal cuando escribió: “Yo alzaré el mundo”— era abarcador y orgánico: “Las Antillas libres salvarán la independencia de nuestra América, y el honor ya dudoso y lastimado de la América inglesa, y acaso acelerarán y fijarán el equilibrio del mundo”. Lo había expresado públicamente de diversos modos, y casi con idénticas palabras en “El tercer año del Partido Revolucionario Cubano”, artículo aparecido en Patria el 17 de abril de 1894, y cuyo subtítulo encarnaba todo un programa: “El alma de la revolución, y el deber de Cuba en América”.
Que cálculos pragmáticos, en el camino del positivismo que el propio Martí refutó, conjeturasen que ese era un programa irrealizable —aún hoy está por cumplirse—, no negaría, sino enfatizaría, la grandeza y la claridad de miras e ideales de quien lo trazó y lo hizo suyo. De su importancia, si se trata de citar datos empíricos que embriaguen a positivistas y pragmáticos, vale mencionar, entre otros, el siguiente.
A diferencia de Puerto Rico, cuyo pueblo tanto aportó a la lucha independentista cubana —aunque circunstancias diversas lo desviaron de defender con las armas su propia emancipación—, Cuba logró revertir a partir de 1959 la dominación que los Estados Unidos le habían impuesto desde 1902. Y ese logro, que perdura, no fue un capricho del azar, sino fruto de haberse Cuba alzado en armas por su independencia, como hizo el 24 de febrero de 1895 en virtud de la orden de alzamiento firmada por Martí.
Son lecciones para recordar no solo en efemérides concretas, sino siempre, y aún más cuando la guerra de pensamiento que se nos hace es más feroz y desvergonzada que nunca antes, y, por mucha paz que queramos defender, no está clausurada la necesidad de acudir también a las trincheras de piedra. También por ello el reclamo de unidad entre las filas revolucionarias sigue siendo urgente hoy.
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